Por Roberto Elenes
«No te puedes engañar, Miguel Ángel Sepúlveda.
Los vicios matan, es cierto, pero tampoco son las virtudes tal y como las reconocemos
las que nos hacen entender el matrimonio de la carne y el espíritu, sino hasta
que sucumbimos ante el impulso abrasador de los placeres prohibidos», Logan
solía decirme, bromeando, cuando me veía deprimido.
La idea de aceptar esto como desprovisto de
sentimientos de culpa al menos me consolaba y alimentaba la esperanza de que lo
que hoy se considera como vicio y degeneración llegue a convertirse en algo más
digno y llevadero. Pero, por más buen médico que haya podido ser yo en
Mazatlán, el solo hecho de ser homosexual me exponía a ser repasado por el
tamiz de presuntas similitudes antropozoomórficas y bautizado con motes tales
como la Venada,
la Chiva, la Gata. Así suelen ser las
cosas aquí. Un poco más afortunado, lo más que llegué a oír de mí fue que la
gente dijese: «Mira, aí’va Miguel Ángel Sepolvea», apellidándome Sepúlveda. Aunque por lo que a mí toca,
soy un virtuoso cuarentón que, a mitad de los noventa, aún trata de ser feliz
en un mundo donde no solo el cielo ha
sido tomado por asalto, sino el infierno también. Jehová ya no es el mismo
de Sodoma, ni tampoco podemos asegurar que Satán nos tenga agarrados del culo
con la cosa del sexo. Hagan de cuenta que ha quedado entrampada su arma
favorita, con la que tantas almas se pervirtieron.
Ojalá que a estas alturas fuéramos lo suficientemente
honestos como para no seguir obstinados con la idea de que la vida sexual de
los homosexuales es una especie de actividad exclusiva del demonio y sus
secuaces, y no un juego de la imaginación que nada tiene que ver con la
dignidad o la reputación personal, sino con una manifestación humana que no
tendría mayor trascendencia de no ser por ese cariz de morbosidad que aún se
genera siempre en torno a las cosas que no han sido entendidas del todo: lo que
hace buenas o malas a las personas son sus acciones, y no sus preferencias
sexuales libremente compartidas.
Siendo ya lo que se llama un hombre hecho y derecho, es decir, a los veintiocho años de edad, por mera deferencia ante la gente que te ama y es solidaria con uno, platiqué un día con Logan —mi padrastro— y mamá al respecto.
Les dije a boca de jarro que era gay.
Sin mayores cuestionamientos, me dijeron que ya
lo imaginaban, y hasta nos pusimos ese día a bromear sobre el tema, cayendo los
tres en la cuenta de que existían varias formas de socializar dentro del sexo, llámense
gays —homosexuales—, bugas —heterosexuales—o faunos —bisexuales—.
También estuvimos de acuerdo en que dicha socialización se dividía en tres
tipos de relaciones básicas.
A la primera, la bautizamos con el nombre de
relación charla, puesto que tiene directamente que ver con la libre
interacción sexual, con el externar la mutua simpatía a través del lenguaje
corporal, con el buen ánimo y el mero gusto de hacer las cosas…, pero hasta
ahí.
Coincidimos, en cambio, en que existía otro tipo
de relación que se vincula con la complementariedad entre las parejas ―sean estas
entre bugas o gays―, con la responsabilidad compartida, con el amor entre dos
seres, con el compromiso de vivir juntos y, en el caso directo de los bugas,
con el acto mismo de la procreación: a este tipo de unión, por su alto grado de
obligatoriedad, la nombramos relación cincho.
Finalmente, identificamos otro tipo de relación, a la cual denominamos racha: una que, por su naturaleza lunar, es práctica obligada entre los faunos ―los bisexuales―, que consiste en complementar la vocación gay y buga al mismo tiempo, siendo socialmente tan charla o cincho como número de veces lo permita la ocasión. Nos echamos a reír cuando, en son de guasa, propuse que todos deberíamos traer un botón de color en la solapa, con el fin de identificarnos sin mayores tropiezos.
Mujer imaginativa, mi madre se armó de colores y sugirió que diseñáramos el Código MAS, tomando las iniciales de mi nombre, Miguel Ángel Sepúlveda, dibujando una gráfica de tres campos donde aparecían clasificada por botones de diversos colores la predilección sexual de los individuos y las formas de socializar en el sexo.
Para identificar a los gays, escogimos como color
base para su botón el carmesí; para los bugas, el azul eléctrico; y para los faunos,
el amarillo.
Con el fin de detectar la predilección sexual y el modo de relacionarse con los demás, atravesamos con franjas de diversos colores los botones con que identificamos la sexualidad de los individuos, así que para los charla, refrendando su onda sexual y su veleidosa manera de relacionarse, les tocó una lista esmeralda sobre su botón carmesí ; para los especímenes del tipo cincho, siendo los que viven en pareja, ya fuesen de gays o de bugas, pusimos una franja azul cielo encima de su insignia azul eléctrico; a los faunos y su racha mentada les correspondió una lista naranja sobre su pin amarillo, y es que el color naranja les sienta muy bien, porque son como la mandarina: porosos y bien fáciles de pelar cuando andan en buena onda.
—A mí, resérvame un botón igualito al de tu mamá
—dijo el gringo Logan, con su cara de buen-güero-beato.
—No nos hagamos tontos —Lucina, mi madre, opinó,
riendo—. Como me la pongan, ya sea de un lado o de otro, en el matrimonio
siempre ha habido y habrá relaciones extramaritales. Así que, ya saben, yo
desde ahorita me reservo para mi estricto uso personal un botón azul eléctrico con
franja esmeralda!
De mi parte, como en ese entonces ya me había
separado de mi último amor, hube de conformarme con seguir llevando mi botón
carmesí con su lista esmeralda.
Hoy es distinto. Mi botón carmesí aparece sin
franjas de ninguna especie. A mis cuarenta y cinco años, no existe la menor
duda de que, con el paso de los años, el amor y la amistad se reducen junto con
la vida. Y aún peor estando ya mi madre y el viejo Logan muertos. De la forma
que fuese, eran mi gran compañía. Sin ellos, hay días en que me siento muy
solo, pasando este trance de mi enfermedad que me agobia tanto, y me convenzo
cada vez más de que, irremediablemente, mis cielos azules han pasado a la historia.
Sin embargo, a ratos los bellos recuerdos me consuelan, y facetas de mi vida
que en mis días luminosos ni de broma hubiera recordado hoy se me revelan como
lo más grato y conmovedor de mi existencia. Me basta pensar en el amor de mi
primera juventud para llenarme de emoción, de fortaleza, de esperanza, de ganas
de vivir, y hasta hay momentos en que quisiera gritar a los cuatro vientos:«En
verdad, ¡cuánto te quise, Braulio Aguirre!». Luego, en el desencanto, me culpo
de tantas cosas. Al fin, nosotros, los católicos, si algo tenemos es ser bien
culpógenos.
«Fuma y piensa en mí, Miguel Ángel, porque los
agradables recuerdos del recuerdo, con el humo de un cigarrillo son más llenos,
más vivos, más eternos». Con cuánta claridad vienen a mí esas palabras que un
día me dijera Braulio, a finales de los sesenta, poco antes de marchar a México
a estudiar.
Una vida está hecha de unos cuantos
acontecimientos extraordinarios que determinan el destino de una persona; lo
demás es mera rutina. De ahí la importancia de haber amado a alguien en esta
existencia. El amor reviste de extraordinario la cotidianeidad y es el mejor
antídoto contra la soledad que, a cierta edad, todos nos vemos obligados a
confrontar tarde o temprano. En cuanto a ello, es como si mi existencia hubiese
estado en función de una eterna búsqueda del amor para resarcir el vacío de una
soledad que sabe a muerte.
Desde que tengo uso de razón, siempre he visto el
puto tabú de la muerte con una mezcla de temor y desprecio, y es que mi vida se
vio marcada por este fenómeno desde el mismo instante de nacer: yo abría los
ojos al mundo, en tanto mi hermano gemelo nacía con los suyos cerrados para
siempre. Solo Dios sabe cuánto tiempo acompañé en el vientre de mi madre a
aquella criatura de antemano deshojada por el destino.
Seis años más tarde, perdía a mi padre en un
accidente automovilístico cuando viajaba de Mazatlán a Culiacán, capital del
estado de Sinaloa. La muerte de mi padre marcó en mí un tremendo desconsuelo que más adelante se reflejó en mi
vida como una especie de invalidez existencial ante el amor. Y tengo casi la
certidumbre de que a mi madre le sucedía lo mismo, siempre tratando
denodadamente de descifrar con supersticiones los signos que enmarcan la
catástrofe personal en relación al amor mismo, razón más que suficiente para
anteponer peros o tratar de aparentar despego ante el ser amado, solo por temor
de perderlo. Lógico, situaciones como estas tienden a crear confusión,
propiciando la elucubración de expectativas falsas que, por lo regular,
desembocan en pleitos acompañados siempre de agobio y desconfianza en la pareja,
desavenencias que solo encuentran respiro en la catarsis de la entrega pasional
y posesiva de la reconciliación, pero, pasado eso, invariablemente dejan
flotando en el ambiente un halo de inseguridad y desasosiego en la relación.
Este aspecto pusilánime de mi personalidad se ahondó aún más cuando me di
cuenta, poco después del convulsionado 68, de que yo era gay. Al principio, me
sentí como un condenado, y no por lo que mi madre y Logan, mi padrastro, fuesen
a pensar de mí, sino más bien por miedo al escarnio y porque yo, al igual que
muchos jóvenes de mi edad, no podía ignorar que provenía de una educación
cristiana donde prevalecía la elementalísima idea de que Dios no quiere ni le
simpatizan en lo más mínimo los jotitos. Una perversión teologal de tal
magnitud, por inverosímil que parezca, siempre cala porque condena, en nombre
de lo más sagrado, la vida personal y las costumbres de algunos individuos,
conllevando implícitamente la muerte del alma, al sumirla por anticipado en el
averno. ¡Cuánta estupidez, chingado! ¿Por qué somos tan pendejos?
Cuando creyente, uno se expone a pensar más de
una vez en eso, hasta que intuyes la verdadera naturaleza de lo divino: la
compasión y el eterno cambio. Hoy, solo sé que fui cristiano por herencia para
convertirme después en un aprendiz de católico en la verdadera acepción de la
palabra, en un aprendiz de católico que se identifica con algo más diminuto que
un grano de arena dentro de un universo en incesante movimiento, donde
lógicamente no pueden existir la condena perpetua ni tampoco la muerte.
Braulio Aguirre y yo nos conocimos a finales de
los sesenta, gracias a que Laura Mireles, la novia de su hermano Octavio, y mi
novia, Brenda, eran hermanas. Exceptuando mi chica, que estaba a punto de
terminar su secundaria, y Braulio, que ya había finalizado la prepa, los demás
formábamos parte de la generación que cursaba el último año de bachillerato.
Fue un domingo el día que conocí a Braulio
Aguirre. Paseábamos en automóvil su hermano y yo por el malecón de Olas Altas,
acompañados de nuestras novias y su joven madre, Érika, que hacía las veces de
chaperón, cuando unas compañeras de clase que pasaron contiguo en otro coche, a
grito abierto, le avisaron a Octavio Aguirre que la Policía había agarrado a su hermano Braulio,
fajándose a una gabacha por el rumbo del Paseo del Centenario.
Fuimos a la Comandancia a verificar la noticia y,
en efecto, allí estaba Braulio Aguirre, dando vueltas como león enjaulado en
una celda de los separos. Me impresionó su larga melena negra, en contraste con
lo quemado de su tez, lo que lo hacía ver muy mediterráneo. Me gustaron de él
sus ojos color avellanado de mirar nostálgico y una esbeltez de porte viril.
Extrañado, sentí en mi corazón una sorpresa entremezclada con pena al descubrir
que me llamara tanto la atención otro hombre igual que yo.
En aquel Mazatlán de la época de Woodstock,
el que un hombre trajera la greña larga era para la policía sinónimo
indiscutible de que se trataba de un hippie
drogadicto al que había que tildarlo de maricón, con el fin de ridiculizarlo delante
de medio mundo. Por eso, qué esperanza que Octavio y yo nos dejásemos crecer el
pelo de la manera como lo hacía su carnal, exponiéndonos a que la gente nos
rebajase con el tipo de descalificativos que en ese momento Braulio recibía en la Comandancia. Eso
jamás.
Aparte de que Octavio y yo éramos novios formales
de Laura y Brenda Mireles, hijas del general Filomeno Mireles, uno de los
cacasgrandes de la Plaza
Militar, cuyo cuartel estaba en la Loma Atravesada y
en donde se veía a marihuaneros como el Modestillo Osuna o Manuel Salas pasear
a sus anchas.
Ese día, para liberarlo, a Braulio Aguirre lo
pelaron a rapa frente a nosotros, no sin antes pagar una multa marca Llorarás.
A partir de entonces, se unió a nuestro grupo,
cosa que nos encantó, porque así la suegra tenía con quien platicar y
distraerse un poco; obvio que esto era cuando no le placía alternar con sus
amigas o cuando andaba de lunas.
Guaseábamos con Braulio por la clase de música
que solía escuchar, diciéndole que para que viera que éramos cuates estábamos
hasta dispuestos a escuchar su estrambótica música de Dave Mason, cantando “world is changes you got lot to learn”,
o a su Wolfman Jack en la radio,
tocando la música soul de James
Brown, en lugar de las rolas románticas que nos embelesaban, como las de Union
Gap, las de Polo o las de los inolvidables Apson Boys, o el Rubber Soul, de los Beatles, que lo
escuchábamos suspirando una y otra vez, abrazados de nuestras chicas: «¡Oh, giiirl…!».
Sin duda, existían diferencias sustanciales entre
Braulio y nosotros, empezando por las más simples, pero importantes dentro del estatus.
Mientras Octavio y su novia Laura, mi Brenda querida y yo estudiábamos en el
ICO, un colegio de religiosos cuyo rigor académico era de encomio y su
disciplina espartana, Braulio había ido a la Escuela Preparatoria
Rosales, perteneciente a la universidad estatal, considerada, no a raíz de
simples infundios, un nido de vagos rojillos que habían dado mucha lata al
gobierno estatal durante los disturbios estudiantiles del 68. Por otro lado,
siempre se ha dicho que si el pretexto para que iniciara la revuelta nacional
empezó en la Voca 5 del Poli, en México, para bien o para mal, ahí tuvo mucho
que ver la raza de Sinaloa, que en ese entonces no solo controlaba esa escuela,
sino el Politécnico entero.
Como gente
de baja estofa el padre Zanardi identificaba al estudiantado de la prepa
pública, de la que había egresado Braulio, por no mencionar a todo Sinaloa,
como en realidad pensaba:
—¡Porco dio!, con esta gente de Sinaloa —el
cura se quejaba.
El italiano Zanardi era, claro, el director de
nuestro colegio, el de los lustrosos chaicos
del ICO. Chaicos es el nombre con
que los niños de este lugar identifican a las canicas de color verde o azul. Con
esta expresión la plebe diferenciaba, despectivamente, el matiz de los ojos del
tipo de chicos que acudían a ese colegio privado, en comparación a los suyos,
cafés o negros, asistiendo a la escuela preparatoria pública, al tiempo que
descobijaba las diferencias étnicas y de clase social entre los alumnos de
bachillerato del ICO y los que iban a la prepa de la Universidad Autónoma de
Sinaloa. Braulio había sido expulsado del ICO, por revoltoso, desde primero de
secundaria, de tal modo que desde entonces asistía a la escuela pública.
Braulio terminó por cautivar a nuestra suegra,
Érika, a pesar de que al principio había entre ellos diferencias sustanciales
en cuanto a la actuación del Ejército en los recientes problemas del 68. Sin embargo,
esto no fue obstáculo para que diera inicio entre ellos un intenso intercambio
de ideas, de conocimientos, de gustos: ora la señora le regalaba el disco
sencillo de José José, con “La nave del olvido” y “El triste”, ora Braulio le
hacía llegar el libro El mono desnudo,
de Desmond Morris, junto con los escritos de Herman Hesse; al rato, la doña
leía para Braulio uno que otro poema cursi de Amado Nervo, y luego él le pedía de
favor que si de románticos tratase, mejor leyera “Tú y yo”, de Paul Valéry. ¡Ni
de chiste pensar en Las flores del mal,
de Baudelaire!
Ante la predilección de Braulio hacia las
anglosajonas, la señora, con ingenuidad fingida, lo interrogaba con evidente
celo sobre la diferencia existente entre, digamos, la insípida gringa y la mexicana aguada. Él, lleno de malicia,
asumía una actitud de silencio; luego, ella insistía:
—No ha contestado a mi pregunta, Braulio.
Entonces, Aguirre respondía en tono casi
inaudible, esquivo:
—Es que son más liberales.
Como consecuencia, Érika hacía un reproche mordaz
a los hombres de este país, acompañado de una catilinaria sobre las
inigualables y ancestrales virtudes de sus mujeres, las mexicanas.
Ya hacía tiempo que en Sinaloa surgía una
generación de jóvenes impertérritos y materialistas, sin complejos de clase,
dentro de una sociedad tremendamente clasista, poseedores de una moral
acomodaticia, amantes del hedonismo y del dinero fácil. El mundo afrancesado de
la llamada gente de postín había
quedado sepultado entre la maleza de los caserones en ruinas, al sur de la
ciudad. En aras de la plusvalía, una descendencia pusilánime y casi analfabeta había
preferido la destrucción sistemática y corrosiva del tiempo sobre las bellas
mansiones edificadas por sus ancestros en el antiguo Mazatlán. Por más que se
ufanasen los columnistas de sociales, como La
Indiscreta, por revivir la añoranza de un pasado sepultado bajo un manto de
escombros, en Mazatlán, en todo Sinaloa crecía —de la nada—, desplazando a ese universo
cerrado y burgués, una pléyade de nuevos especímenes: ahora se veía pulular por
todas partes a supuestos hombres de negocios, denominados gente de la
iniciativa privada —pero no del juicio—, tranzando con y a medio mundo; a
pequeños propietarios de tierras agrícolas, produciendo mota para unos
marihuaneros que se las daban de comerciantes; a pescadores vaquetones
convertidos, tras usufructuar del cooperativismo, en dueños de flamantes resorts;
a especuladores de terrenos y agiotistas, desangrando al pueblo con sus
préstamos; a exrancheros que ya mascaban el inglés y se habían transformado en
exitosos vendedores de toda clase de servicios
turísticos; a peluqueros y modistos putones, sintiéndose las Coco Chanel
del pueblo; a reporteros y columnistas financiados por los nuevos ricos, los
narcos; y a una voraz y ambiciosa burocracia política, rindiéndoles pleitesía,
acompañada de una runfla de corruptos profes sindicateros, comisionados de
tiempo completo en cualquier sitio menos en la escuela o en la universidad, sin
faltar los llamados deportistas de éxito profesional, llámense fisiculturistas vendepitos,
exboxeadores o lavadólares, metidos a promotores de espectáculos.
Estos eran los nuevos dueños de ese mundillo patibulario
y mezquino llamado Mazatlán: la narcocultura en todo su apogeo.
I
Fue una mañana soleada y tranquila, en un día de
asueto. Por la zona de los embarcaderos del muelle, el aire estaba impregnado
de ese olor a melaza característico del Mazatlán de antaño.
La lancha de motor fuera de borda se abría paso en
las tornasoladas aguas aceitosas del puerto, camino a Isla de la Piedra. A lo
lejos, la ciudad se revelaba transparente y luminosa como la Alejandría de Durrell:
los edificios de la cervecería y del hotel Freeman lucían como dos mástiles de un
gran velero; los pájaros marinos volaban en parvada, rasando el mar; los
pelícanos, estacionados en los faros-boyas, sacudían sus alas potentes, como
amenazando al cielo con surcar hasta el infinito.
Flotando, el pelo rubio cenizo de Julia Levy
ondulaba caprichosamente con el viento. La pañoleta amarilla de seda, amarrada
a la nuca de la señora Ana Paxton, afinaba aún más sus bellas facciones.
Braulio, recargado en la proa, soplaba el sudor que corría sobre su pecho
desnudo. Y yo allí, frente a ellos, como tonto de capirote, embelesado con
aquella atmósfera que embriagaba mis sentidos, cuyo reflejo físico se
manifestaba como un aleteo de mil mariposas en la boca de mi estómago. Ante una
expresión como esta, el cabrón de Braulio no hubiera dudado en decirme: «¡Qué putón
te viste, pinche Miguel Ángel!».
Llegando al pequeño embarcadero flotante,
rentamos una mula y dos caballos en la Isla. Entre Braulio y yo cinchamos los
portaviandas sobre la bestia de carga y partimos, iniciando una soleada
travesía por la orilla de la playa. Julia se aferraba a la cintura de Braulio
como solo una mujer sabe prenderse de su hombre. La señora Paxton me había
pedido las riendas del caballo y, al igual que Julia, tuve que ir en ancas, al
tiempo que empinábamos la botella de zinfandel bien heladito que se derramaba
de los labios al paso de los animales.
Cabalgamos por la orilla del mar unos cuantos
kilómetros; enseguida, tomamos un atajo a través de un palmar inmenso hasta
trepar unos cerritos que copaban la playa. En la punta del último de ellos se
encontraba una vieja finca que daba al mar, desde donde, claro está, se podía
observar un lado y otro de la costa.
Sudorosos, llegamos a la finca rústica de la
canadiense Paxton. Julia Levy y mi humanidad caímos rendidos en los camastros
bajo la enramada, quedándonos absortos, mirando el mar. Ana Paxton y Braulio
Aguirre se las ingeniaron para bajar las cosas de los animales y realizar los
preparativos para hacer la comida.
Desde lo alto del lomerío, del lado contrario por
donde llegamos, se divisaban unos lugareños bañándose desnudos en la playa, en
tanto sus acompañantes jugueteaban con un jumento a orillas de un mar hirsuto
que iba hilvanando su oleaje cual si fuese un manto verde con escarolas blancas
que languidecían a lo largo de la costa a medida que llegaban a la playa.
Al rato, el asno pegó un rebuzno al ser amarrado
de las patas y jalado de la cola para caer de lleno sobre la arena. Uno de los
mocetones, mocho de un brazo, agarró una frazada de manta y, a carcajada
limpia, empezó a masturbarlo, dejando el animal de lanzar rebuznos a medida que
la verga se entiesaba y los testículos se inflamaban como bolas negras, de
plástico, acompañado de un jadeo y de un gradual encorvamiento de la bestia,
tirada allí en el suelo. Al quedar el burro engurruñado por completo, de
súbito, liberó tremenda espermatorrea acompañada de una distensión total de sus
músculos, asemejando luego un minino primermundista, echado sobre el sofá de
casa. Las bolsas de los testículos habían quedado sumidas, bien pachuchas,
igual que ciruelas pasas. Hasta entonces fue desatado. Se quedó así, echado, un
instante. Enseguida, se incorporó, trastabillando, para volver a caer sentado
de culo. Aturdido, tomó resuello, sacudiendo la cabeza, y ahora sí se levantó
resuelto, yéndose con un pasito tuntún hacia el interior de la maleza.
¡Qué dramático y abruptamente placentero es el
impulso vital que mueve a la naturaleza animal! En comparación, las
manifestaciones de la sexualidad humana parecieran un juego fatuo, aburrido,
como poner a un tahúr de póquer a jugar matatena sin mediar apuesta alguna.
Durante nuestra estancia en la playa, aquel
episodio fue la comidilla del día. Más tarde, engullimos con fruición un pargo
horneado relleno de camarones, acompañado de una buena dosis de vinos blancos
del valle de Napa que le habían enviado a Ana, de regalo, unas amistades de
Laguna Beach, California, sitio donde una vez vivió.
En eso, el sol nos dio una luz muy encendida que
gradualmente disminuyó, dando entrada al ocaso y enseguida a la noche. Tuve la
vívida sensación de que, los cuatro, nos encontrábamos metidos dentro de una
burbuja, flotando. Sin más, la señora Paxton tomó a Braulio y a la joven Julia
del brazo, guiñándome un ojo para que los siguiera hasta su alcoba. La
habitación se contrajo como un molusco cuando The Rascals se hicieron escuchar con “Groovin’”, desde el
tocadiscos de baterías.
A merced de la luz refractada del ardiente
pabilo, nuestras siluetas se reflejaban en las paredes y en las lustrosas
columnas de madera torneada que, a mitad de una amplia estancia que algún día
fuese la sala, se erguían desafiantes sobre la cabecera de un lecho adornado
con roídos almohadones de grecas arabescas.
El humo de la pipa repleta de mota liberó mis
temores. Los cuerpos de los faunos se entreveraron, lamiéndose los sexos,
lamiéndose los anos. Me sumí en un viaje casi mediúnico que me llevó hasta mi
alma primigenia y andrógina. E inesperadamente mi boca se deshacía en los
labios de Braulio y su lengua me escrutaba dentro como un fusil a la hora del cateo.
Una diosa de antaño destrabó mis piernas, enmohecidas primero y después como de
hule, y así fue como, juntos, repasamos la lección olvidada, revelándoseme de
nueva cuenta el placer retenido en el ano y el escroto. Hasta entonces recordé
que mi ano también era una pucha y que la verga de Braulio era la batuta con la
que Luzbel dirigía la sinfonía de los condenados, el aquelarre del mundo.
Alucinados, más noche bajamos a la playa y
encendimos una fogata en el mismo sitio donde los mocetones habían rendido su
culto onanista, honrando a la bestia. La marea había bajado y el tiempo había
detenido su marcha. Las palmeras no se atrevían siquiera a chistar con su
movimiento ondulante. A lo lejos se divisaban las lucecitas de los barcos
camaroneros suspendidas en el horizonte, al igual que estrellas fijas.
Acostados en la húmeda orilla del mar, sentí que
Braulio sacó su verga y tocó la comisura de mis labios; voraz, acaricié su lingam
tenso y tibio, y así fue como llenó mi boca de perfume, estrujó mis piernas de
palma, escarbó en mi pelo de plastilina, mientras Julia acariciaba y besaba mi
frente como la matrona que asiste a una mujer en la labor de parto; en lo que
Ana, frenética, introducía su lengua dura ora en el ano de Braulio, ora en el yoni
de Julia, y terminaba besándome apasionadamente en la boca.
Al paroxismo, vinieron el Sol y la Noche al acto, y vimos
surgir látigos de luz solar, flagelando la espalda de la Noche. Después la
convirtió en Sol. Entonces, vimos a la
Noche que vistió al Sol de mujer y lo hizo llamar Luna. De
ahí que mis manos fueron alas de pájaro mojándose en tu espuma, y mi cuerpo,
duna que también devoró tu cuerpo, Braulio. Fue así como emprendimos la marcha
de regreso, cuesta arriba: tú, Braulio, te veías hecho el Sol mismo, aunque
vestido de mujer, pero yo iba a tu lado, sintiéndome la Luna llena, brillando a lo
alto.
De regreso a Mazatlán, le pregunté de manera
tierna, en un tono que bien hubiera parecido súplica:
—¿Te gustaría que volviésemos a estar juntos,
Braulio?
—En honor a la verdad, no —repuso—, porque eso
implicaría establecer una relación un poco más seria, y las relaciones más o
menos serias las establezco con mujeres y no con hombres. Los hombres me gustan
para esa cosa que tú ya sabes muy bien. Así que —remató, cortante—, en vez de
hacernos ilusiones, ¿por qué mejor no nos hacemos amigos, Miguel Ángel?
Me limité a contestar en el mismo tono:
—Okay…
Entonces, te suplico que no comentes a nadie esto que ha sucedido entre
nosotros.
En verdad, sus palabras me dejaron mudo por dentro,
inconexo, lleno de nada, afrontando la llegada de un silencio incoloro y
abismal, el silencio que otorga siempre la cruda realidad, un silencio
pregonero de una incertidumbre y de una angustia que cala y resquebraja el alma
un buen rato, o que hasta incluso puede no dejar de dar lata toda la vida.
Ese día, me afané en pensar que quizá Braulio no
se daba cuenta del impacto que me había causado su proceder hacia mí, y más
bien tratando de engañarme a mí mismo justifiqué su crueldad inesperada, haciéndola
pasar como parte de una acción no deliberada. De lo que sí no cabía duda era de
que mi nuevo amigo me había movido el tapete muy feo.
Había llegado la hora, pues, de pedir perdón a
Dios y a todos los santos.
II
No he conocido hasta ahora a una persona tan
hábil como Braulio para manejar una franca y buena relación con una gama
inimaginable de personas: era amigo de medio mundo entre el estudiantado
sinaloense. Así como intimaba con los hijos del exgobernador, que controlaban a
los porros gobiernistas de la
Casa del Sinaloense, en México, y sus respectivas sedes en la UNAM y en el Poli, de la
misma manera había hecho buenas migas con algunas gentes que participaron
dentro del movimiento estudiantil del 68, que para ese entonces o estaban en el
bote, o andaban a salto de mata, huyendo, si es que no habían sido asesinados
ya.
En el ámbito local, a la par que llevaba buenas
relaciones con los chicos del Grupo Mazatlán, porros predilectos del rector
Armienta Calderón, de la UAS, jamás dejó de frecuentar a sus amigos del Partido
Comunista o a la tribu disidente de la Normal Superior,
de Nayarit, participando ocasionalmente con ellos en la organización de mítines
y volanteos.
No obstante, nunca fue identificado como uno más
de esos grupos o pudo ligársele directamente con algún círculo político
específico de Sinaloa. Cuando cursaba la prepa, nunca supe que Braulio hubiese
estado directamente vinculado con los del movimiento estudiantil del 68, como
sí algunos conocidos míos; o que, en contrapartida, se contase entre los porros
golpeadores de la universidad estatal.
Como otros tantos, Braulio y yo fuimos parte de
esa generación de muchachos clasemedieros que fueron adolescentes o jóvenes entre
las décadas de los sesenta y los setenta, generación de la que buena parte de
su gente, tal vez la más valiosa, quedó en el camino. Parte de nuestros más
entrañables amigos de la niñez, si no nuestros hermanos o parientes, murieron
de manera trágica durante aquellos años. Somos una generación que lleva con
pesar una herida aún abierta por el dolor de la muerte infortunada de seres
queridos en los albores de la juventud: asesinatos políticos, muerte por abuso de
drogas, suicidios, accidentes fatales o, en el mejor de los casos, locura
declarada, presos de conciencia o gente amiga que al final optó, a manera de
postura existencial, por la no participación, como producto del desencanto
nihilista de la época.
La humanidad acababa de poner al hombre en la
Luna; no obstante, en mi país seguirían allanados los cauces reales hacia el
camino para la democracia: en lo internacional, la juventud de todo el mundo se
unía en un clamor generalizado en pro de la disidencia checa y de la paz en
medio de la nefasta guerra de Vietnam; con nosotros, a mediados de los sesenta,
daba inicio la lucha abierta contra el gobierno por parte de grupos
guerrilleros en pro de un Movimiento de Liberación Nacional, gracias esto a las
generaciones de mujeres y hombres que antecedieron a la de los cincuenta.
Poco después, obtuvimos derecho al voto, pero
también la clandestinidad; incipiente apertura política con desconocimiento
total de lo que significaba la organización política dentro de un partido de
oposición, y ni pensar que hubiese perspectivas de competir y de ganar una
elección sin que de antemano no se contemplase la idea del fraude electoral;
acceso a la universidad con casi nulas posibilidades de aspirar a un sistema de
educación pública de calidad, y mucho menos obtener, ya como profesionistas, un
trabajo decente.
En cuanto a las Mireles, incluyendo a la mamá, la
relación llamémosla comunitaria entre ellas y nosotros iba viento en popa.
Octavio y Laura, so pretexto de la venida inminente del reconocimiento
constitucional de la mayoría de edad a partir de los dieciocho, habían empezado
a follar como locos. Por razones muy distintas, la señora Érika y Braulio
andaban haciendo lo mismo. La pequeña Brenda, por su parte, juraba y perjuraba
estar tan enamoraba de mí, como yo de Braulio. Aunque con tan solo dieciséis
años, lo de pequeña Brenda era un decir, ya que a pesar de que Octavio, Laura y
yo tratábamos de ocultarle la relación entre su madre y Braulio, la chica se
hacía la disimulada con tal de retenerme a su lado, sin interferir en la
intensa relación pasional entre los presuntos chaperones.
Ante la perturbadora insistencia de Brenda para
que fuésemos a la cama, mi dificultad para convencerla de que un adulto de diecinueve años responsable
como yo no debía de acostarse con una menor de edad era cada vez mayor. Me
rehusaba hacer con ella justo lo que para otros chicos de mi edad —pero bajo
circunstancias muy distintas a las mías— hubiese sido un perfecto deleite, sin contar
que, de llegar esta cuestión a oídos del general Filomeno Mireles, no habría de
qué preocuparse en cuanto a pisar el umbral de la cárcel: en el acto, Octavio,
Braulio y yo hubiésemos sido fusilados en alguno de los paredones de la méndiga
Loma Atravesada.
—¡Comprende, Brendita de Dios…! Es que si lo
hacemos la única que va a pagar el pato va a ser tu mamá. No hay que ser…—amenazaba,
haciéndole al loco.
Solo así lograba medio disuadirla de sus
calenturientos propósitos, a los que yo hubiese dado respuesta inmediata y
hasta rienda suelta si tan descabellada propuesta hubiese provenido de los
labios de Braulio.
El tiempo me daría una sorpresa. La relación
sexual entre la señora de Mireles y Braulio se dio casi a la par que la de
Octavio y Laura. En Mazatlán, pueblo
chico, infierno grande, en esos tiempos era impensable que a una señorita
decente como Laura, de la alta sociedad, se le
viera entrando y saliendo de hoteles de paso en compañía de un varón;
mucho menos que lo hiciese de la mano de su hermanita, apercollada de otro
chico; y, para colmo, al lado de su guapa mamá y su joven galán.
Este peliagudo asunto quedó resuelto cuando Logan
y mamá mandaron a embardar el amplio patio que daba hasta la calle trasera de
casa, formando un traspatio en el que construyeron un estudio para mí con
entradas y salidas autónomas tanto hacia el jardín de la casa principal como
hacia la calle contigua, de cuyos accesos tenía yo absoluto control. Más
adelante, cuando empecé a ejercer mi profesión, amplié mi propia casa en ese
terreno.
Ese sitio se convirtió en nuestro punto de
encuentro, en nuestro paraíso terrenal aislado del mundanal ruido por altas
bardas, tapizadas de buganvilias guindas, rojas, azafranes y blancas; al
centro, una casita blanca —con ventanas hacia el verde césped—, que se componía
de una sala con su cocineta y de cuyo lateral partía un corredor que iba a dar
a la puerta de mi recámara, por donde se ingresaba a otro recinto en el que
estaban instalados un pequeño gimnasio y el baño. Me sentía tan satisfecho del
sentido de intimidad que brindaba nuestro refugio.
Al principio, Octavio, Laura, Brenda y yo,
saliendo de la escuela, nos veníamos a estudiar o a cotorrear a mi guarida. Yo,
evitando estar a solas con Brenda en mi recámara, la invitaba a platicar o a
escuchar música afuera, abriendo mi bolsa de dormir sobre el césped. Octavio y
Laura, por lo regular, preferían quedarse adentro, ya sea en la sala o en la
recámara.
Una vez, a punto de oscurecer, Brenda se
incorporó, dirigiéndose con sigilo hacia la ventana de mi recámara. Ante su
tardanza, me levanté y la vi husmeando hacia el interior; volteó hacia mí y me
hizo una seña con el dedo índice en sus labios para que me callase, y con una
mueca me invitó a ir donde se encontraba.
Lo que más me impresionó de la escena frente a
mis ojos fue descubrir que mi querido Octavio, como su hermano, tenía una verga
descomunal, tan amplia como su cultura. «Un mal de familia», pensé. Laura,
dichosa, lucía extraviada, con las pupilas literalmente en blanco; su cuerpo
asemejaba al de un pollito rostizado. La pequeña Brenda, sin más, se abalanzó
sobre mí como una fiera. ¡Juro por el nombre del divino Orfeo que esa ha sido
la primera y única ocasión en mi vida que me he visto —in promptu, in púribus— practicando el lesbianismo, tirada allí
en suelo pelón con otra vieja!
Guapa como siempre, un sábado en la tarde llegó a
mi guarida Érika, mi suegra, acompañada de Braulio. Nos sentamos afuera, en el
jardín, a platicar largo y tendido sobre diversos tópicos, y luego, enigmática,
en cierto momento confesó:
—¿Sabe qué, Miguel Ángel? Dentro de esto que
llamamos vida, ocasionalmente topamos con
personas con las que, desde el primer encuentro, establecemos una
especie de interrelación mágica que hace que la convivencia se dé tan fácil,
porque su presencia nos es tan familiar, tan nuestra, que rápido sentimos como
si nos hubiéramos conocido desde siempre. Eso fue lo que me pasó cuando conocí
a Braulio.
Estuve a punto de decirle lo mismo antes de que
ella se soltara hablando:
—¿Qué tal si le dijese que en cuanto lo vi ahí
detenido, en la municipalidad, me di cuenta de que reencontraba a la persona
que había amado siempre…? Por supuesto que usted no me lo creería, Miguel
Ángel. Debo confesarle que me casé, a la edad de dieciséis años, con el general
Mireles, pensando en ese ser idílico que aparecía en mis sueños. Pero también
debo aclararle que fui al matrimonio con la convicción de que algún día me
encontraría con él y que lo reconocería en cuanto lo viese. ¡Créamelo, Miguel
Ángel! Esa persona es su amigo Braulio.
«A esta cabrona ya la convenció el pinche Braulio
de leer a Hesse», pensé con ironía, poseído por un celo no manifiesto. Así fue
como accedí a facilitar mi refugio para sus citas clandestinas. Además, se
trataba de la seguridad de Braulio.
III
Las formas más depuradas del desprecio siempre
rebasan el impulso de la ira y se presentan como una especie de maldición que
brota del alma como un canto de sirenas. Al menos, así pudo interpretarse aquel
«Por favor, no me toque» de Julia Levy hacia un solícito Manuel Salas, tratando
de sacarla a bailar en el Mauna Loa, de Mazatlán. Los ojos del narcotraficante
se clavaron torvos sobre la concurrencia —Ana Paxton, Octavio, Braulio y mi
inocente persona—, en tanto el tipo dio la media vuelta, echando chingados. El
grupo La Verdad
tocaba música de Cream luego de que los Dug Dugs terminaran la tanda con “Blue
JayWay”, de Harrison.
—Bueno, Julia, ¿y qué se trae ese contigo? Ya
tiene tiempecito siguiéndote —reprochó la Paxton, celosa, en un español mocho.
—¡Estúpido! —Julia contestó, indiferente.
—Ten mucho cuidado, Julia —Braulio advirtió—. Ese
es un narcochón protegido de los militares.
A pesar de mantener una relación sumamente
intensa con la señora del general Mireles, Braulio nunca dejó de frecuentar a
sus compañeras de juerga, Julia Levy y Ana Paxton, con las que formaba una
suerte de triángulo no tanto amoroso, pero sí, en buena medida, perfecto. Y es
que entre ellos habían logrado, sin afanes posesivos, cristalizar una amistad y
una excelente relación sexual tripartita.
La señora Paxton y la Levy, en calidad de
hospedada, vivían juntas en un fraccionamiento costero rumbo a El Sábalo, en
Mazatlán; los padres de Julia, que estudiaba en el puerto, pendientes de
financiar una carrera a su única hija, se habían desprendido de ella y residían
en un pueblo cercano, Concordia, donde administraban su propia farmacia. Amén
de su buena relación con Braulio, las dos mujeres compartían con él una misma
vocación: la de ser faunos, punto en el que coincidían plenamente los
tres; relación luminosa que, en su rol de bugas, les funcionó a Logan y
a Lucina―mi madre― a las mil maravillas.
Ana Paxton representaba dentro de la cultura
anglosajona uno de los últimos vestigios de su antiguo romanticismo. Algo
similar sucedía con mi padrastro Logan, veterinario de profesión, dedicado en
cuerpo y alma a ayudar con sus servicios a la gente de las rancherías; si no
tenían con qué pagarle, les fiaba, o, a veces, recibía pagos hasta en especie,
o, muy sencillo, brindaba sus servicios gratis y se acabó. Nunca le negó un
favor a nadie y por eso llegó a ganarse una gran estima entre sus clientes.
Hasta el copete de esa vida acartonada y
superficial de la gran elite social de Vancouver, Ana Paxton, talentosa
ceramista, había huido de ahí, harta de un marido enajenado con el dinero,
metidazo en el negocio de bienes raíces.
—Hace mucho tiempo que Canadá dejó de ser el país
hermoso y sencillo donde yo nací y viví… El dinero lo ha emputecido todo —aseguraba
Ana.
Años más tarde, diría lo mismo de Laguna Beach,
California, donde viviera una larga temporada para salir hastiada de allí y
establecerse en Mazatlán.
Atrás había quedado para ella el maravilloso
pueblo de Laguna de Larden, «que es en realidad como debiese llamarse ese sitio
—la Paxton
aclaraba, citando al personaje que dio un toque característico a esa
comunidad—, donde todos éramos amigos y trabajábamos contentos, ya sea en el
club de teatro u organizando durante un largo año nuestro Festival de Arte».
Con cuánta emoción recordaba Ana aquella Laguna Beach de las cabalgatas
matinales por las doradas colinas, perfumadas de mar.
—Lo que pasa, Ana, es que tú eres un ser
eminentemente naíf—Julia Levy
reprochaba.
Esa noche, en el Mauna Loa, Julia me contó cómo
había conocido a Braulio Aguirre. Estaba un día sentada en una de las bancas
afuera de los corredores de la prepa cuando Braulio y un compañero al que
apodaban el Chopas irrumpieron por pura vagancia, bien agarrados de la
cintura, imitando a un par de locas de atar.
—¡Aguas! —aulló la raza, en tanto topaban con el
Parpaditos, un militar jubilado, maestro de Física, que detuvo a la
parejita.
—Señor Aguirre, ¿es usted maricón? —preguntó el Parpaditos, muy serio.
—Maestro, con esa pregunta se descubre de cuerpo
entero.
—A ver, a ver, barájamela mejor.
—Es que por la simple sospecha de que yo pudiera
serlo, esa pregunta un caballero no la hace delante de la gente.
—No me diga, Aguirre, que soy yo el primero que
le toca el punto —el Parpaditos repuso, tratando de hacerse el gracioso
ante la chavalada.
—Maestro, sus palabras me obligan a reconocerlo;
en efecto, es usted el primero que, sin gota de pudor, no solo se ha atrevido a
hacerme eso, sino también a tocarme otra cosa —Braulio exclamó.
—¡Así de listo debería de ser para la Física…! Y
por andar haciéndole al maricón, cuéntese entre los reprobados de este mes. Y
usted también, Chopas.
—Sí, ¡todo yo, todo yo! —el Chopas dijo,
haciéndose la víctima.
Después de ese incidente, Julia abordó a Braulio
y lo hizo su amigo predilecto, lo que lo convirtió en compañero de correrías al
lado de su camarada Ana Paxton.
En cuanto al Chopas Parra, decían las
malas lenguas que, la mera neta, el vato procedía de un androide o,
mejor dicho, era la encarnación de un mutante venido del mar. A la fecha, la
gente de la calle cuenta que un día, pescando el Negro Parra en las
escolleras del faro, sintió un jalón muy extraño proveniente del fondo del mar,
iniciándose un duro estira y afloja la cuerda entre el pescador y el pescado, hasta
que apareció por fin en la superficie una chopa mierdera que, al sacarla a
flote, empezó a hablar, diciéndole:
—¡No seas gacho, pinche Negro, no me
mates! ¿No ves que soy una personita? Nada más sóbame la pancita y verás que es
cierto…
—¡Ay, güey, qué duro me pegó el tequila de
anoche! —el Negro masculló, asustado, sin saber qué hacer con aquella
cosa, asfixiándose. Todo hecho bolas, decidió complacer la insistente petición
de aquel pececillo, catalogado por los conocedores como un voraz coprófago.
En un tris, tuvo frente a él a un chilpayate prieto
y barrigón, de ojos redondos y pestañudos, con chica trompa de besucón,
diciéndole:
—¡Papi, papi!
El Chopas, suertudo como él solo, como el Negro
era viudo con dos hijas, raudamente las muchachas lo adoptaron como el niño
mimado de casa. No obstante, ¡menudo problema se echó a cuestas aquella familia
teniendo a un hijo como el Chopas!
Una alhajita de primera marca.
Del Chopas no podía decirse que fuera un
inmoral, sino un perfecto amoral; es por eso que en un libro sapiencial como el
I Ching se asegura que los animales más apegados a la materia son el
puerco y el pez. En el caso del Chopas Parra, podía considerársele, de
lleno, una chopa mierdera que, por donde se le quisiera ver, no tenía ni pizca
de madre.
Apenas en la secundaria, no solo ya se había
birlado a sus dos hermanas, sino que hasta se daba el lujo de rolarlas entre
sus amigotes, teniendo hasta la desfachatez de organizar rifas y promociones
con ellas: eso sí, a precios módicos, de estudiante.
—Lo que es la magia de la mercadotecnia —declaraba,
admirado, mientras su hermana, la
Carmelona,
le daba el producto de las rifas y sorteos realizados sábados y domingos.
El ser considerado amigo del Chopas tenía
ventajas adicionales; por ejemplo, bastaba con presentarle a inicio de clases
el listado de libros que se utilizarían en la escuela durante el semestre para
que el Chopas, en lo que cantase un gallo, los consiguiera a precios de
riguroso descuento. ¿Cómo se había hecho de aquellas cosas?Ese era otro cantar.
Algo similar sucedía con los reprobados a fin de
curso: antes de solicitar el examen extraordinario, lo práctico era ir con el
Chopas para que convenciera a determinado maestro para revalidar la
situación del afectado. Por lo regular, la reconsideración del caso consistía
en tramitar cuanto menos un gratificante ocho para los reprobados, digamos, en
matemáticas. En tales circunstancias, qué esperanzas que el Chopas
aceptase como pago una lana que no fuese proporcional a la magnitud de la
proeza realizada, cuyo precio era algo más o menos equivalente a costearle las
perlas a la Virgen; si no se ponía como chucho con rabia, cobrándose a lo
chino.
Asimismo, podía vérsele los fines de semana
despeluzando incautos en el billar El Toro Manchado o, de no ser así, inventaba
sentirse muy sociable y se prostituía entre los turistas, o se dedicaba a
vender mota en los hoteles de lujo, como el Hotel Playa, donde, según él,
realizaba los mejores conectes.
Al final de la prepa, el Chopas recibió honores y hasta fue galardonado como el alumno más
distinguido de su generación. Ese día, su padre, el Negro, acompañado de sus hijas
embarazadas, estuvo feliz, moqueando durante toda la ceremonia.
En la actualidad, el Chopas es obispo de
una jugosa diócesis situada en una ciudad norteña, de la franja fronteriza, y
hasta se dice de él que ha vuelto a las andadas, ahora con la cuestión de las
narcolimosnas. ¿Será posible, tú, que el Chopas, en su faceta de siervo de la Iglesia, ande haciendo
esas cosas?
En el último semestre de prepa, días antes de dar
inicio los festejos del carnaval de Mazatlán, Julia fue raptada vilmente por
Manuel Salas. Comenzadas las fiestas, para mi sorpresa, una tarde recibí una
misiva secreta, enviada por Julia, en la que decía estar en casa de los padres
del narcotraficante, en calidad de prisionera; sin embargo, aseguraba no temer
por su vida, pues el tal Manuel estaba terco en casarse con ella por todas las
leyes habidas y por haber. El propósito de su misiva era avisar que Manuel
Salas iba a matar a ese par de pervertidores llamados Ana y Braulio.«Así que,
por favor, adviérteles, Miguel Ángel, que por ningún motivo vayan a salir a la
calle mientras dure el carnaval. Luego veré cómo le quito de la cabeza esa idea
a este ’chero baboso. Te juro que soy capaz de casarme con él con tal de
que no les haga daño. No vayan a la policía, porque entonces sí se me
complicaría la situación. Diles a Ana y a Braulio que tengan mucho cuidado.
¡Que no salgan! Los quiero mucho, Julia», finalizaba su carta.
Me dirigí rápido a casa de Octavio y Braulio. Al
escuchar la música de zarzuela que avasallaba el ambiente media cuadra a la
redonda, supe que su papá se encontraba en el hogar. “Yo quiero un auto, mamá,
todo pintado de azul, para que digan que soy un hermoso gandul…”, se escuchó
desde adentro de la casa de don Mario, que, encerrado a piedra y cal, de seguro
bailaba zarzuela frente al espejo, vistiendo la bata china de su mujer, con
ligueros y medias negras puestas. Para el papá de mis amigos, cajero del Banco
de México durante veinticinco largos años, no había más pasatiempo que
encerrarse en su habitación a escuchar música de cuplé y zarzuela, y bailar
vestido de mujer ante el espejo. Entretanto, su señora atendía una zapatería de
su propiedad frente al mercado.
Toqué la puerta de su casa hasta casi derribarla
y nadie abrió. Comprendí que no estaba ninguno de los vástagos de los Aguirre.
La música calló y enseguida vino una cerrada ovación. Me imaginé a don Mario,
exhausto arriba del escenario, saludando y tirando besos, emocionado, a un
público imaginario que aplaudía a rabiar su presentación. Opté por no perturbar
el clímax de la función, marchándome de ahí.
Me dirigí entonces a la zapatería. Encontré a
Octavio, atareado, haciendo de almacenista, ayudando a doña Berta, su madre; a
ojos vistas, se veía tan ocupado como preocupado por la desaparición de Julia. Le
expliqué lo del recado. Octavio me dijo que Braulio, Ana y los padres de Julia,
desesperados, habían andado investigando, incluso hasta en el forense, y me
sugirió que los encontrara a como diera lugar para explicarles del inminente
peligro que corrían. Octavio decidió no acompañarme, dado que el almacenista y
la vendedora habían faltado, y su madre no daba abasto atendiendo a la
clientela y la caja registradora a la vez.
No los encontré por ninguna parte. Finalmente,
opté por ir a casa, decidido a hablar con Érika por teléfono para decirle que
me urgía verla en nuestra guarida.
Quince minutos después, ella estaba en casa y,
sin mayor preámbulo, le expliqué toda la verdad, mostrándole el recado:
—Es por eso que me atreví a hablarle, porque sé
perfectamente bien que al Modestillo y a Manuel Salas los protege gente
importante del cuartel de la
Loma Atravesada; y como su esposo es un militar de alto
rango, influyente, pensé que tal vez pueda ayudarnos a evitar que les hagan
daño a Braulio y a la otra persona—dije.
—Vamos a
ver qué se puede hacer—contestó Érika, con los ojos vidriosos, a punto de
estallar en llanto. Y luego dijo, ordenando—: Busque, por favor, a Braulio, y
dígale que digo yo que, por mientras, más vale que se esconda.
Braulio y Ana ese día estaban en el pueblo de
Concordia, en casa de los padres de Julia.
A la mañana siguiente, leía boquiabierto los
titulares de los periódicos: “Matan a Manuel Salas en La Perla”. Esta era una
cantina a orillas de la playa Norte, donde asistían rancheros y
narcotraficantes a emborracharse y a escuchar música de tambora. Salas, según
esto, había tenido un altercado con su socio, el Modestillo, y este, a fin de
cuentas, había terminado por vaciarle toda la carga de una 38 Súper.
Al poco tiempo, el Modestillo también fue
asesinado.
IV
El repentino aborto de su mujer, con tres meses y
medio de embarazo, causó una profunda consternación en el general Mireles.
Érika estuvo al borde de la muerte y sometida a una larga convalecencia. Laura
tuvo que convertirse en la única fuente de información entre Braulio y su
madre: la mujer del general se comunicaba con su amado a través de misivas,
colocadas dentro de sobres perfumados, de color beige, adornados con una diminuta
figura de art nouveau. En lo tocante a Braulio, se encontraba en la
víspera de irse a México a estudiar y no quería marcharse de Mazatlán sin antes
obtener una entrevista con Érika.
A pesar del resentimiento que Braulio tenía hacia
mí por haberle confesado a Érika lo relativo a su relación con Julia y Ana, no
rompió conmigo porque la madre de las Mireles, en una de sus cartas, acabó por convencerlo
de su injusticia, diciéndole que, de querer yo salvarlo ese día, a mí no me
quedaba más remedio que decirle la verdad, puesto que Salas estaba totalmente
dispuesto a mandarlos matar a él y a la otra tipa, o sea, a la pobre Ana.
El día que los padres de Julia la mandaron a
México a estudiar, el escepticismo y recelo de Braulio hacia mi persona vino a
desvanecerse, con lo que Julia también le contó respecto de la firme
determinación del difunto Manuel Salas de mandarlo matar.
Ana Paxton volvió a Canadá, sin tomarse la
molestia de despedirse de Braulio y tampoco de mí, aunque sí de Julia, a través
de una carta. Los padres de Julia, el día de su partida a México, no quisieron proporcionarnos
el domicilio de su hija en la capital del país. Creímos entender sus fundadas
razones para no hacerlo.
Dos días antes de marchar hacia el De Efe,
Braulio me entregó una nota dentro de un típico sobre, de esos que se usan
aquí, en México, con ribetes verdes, blancos y rojos en los bordes, para que se
lo hiciera llegar a Érika. Faltando a la más elemental de las reglas, tuve la
audacia de abrí el sobre, cuya nota en su interior, decía lo siguiente: «Mi
amor, no quiero marchar sin antes verte. Si me preguntaras qué es lo que busco
con este reencuentro, solo te diría, ¿acaso no sientes lo que yo siento…?
Quiero que sepas que me está llevando la chingada. Momento tras momento, te
llamo con todas las fuerzas de mi alma y tú no vienes, ¿qué, no me has
perdonado todavía…? Si tú me dijiste que sí en tu última carta. Entonces, a
ver, dime: ¿qué pasa?, ¿qué sucede…? ¿Qué es lo que ahí te detiene, si dices
que me amas tanto? Por favor, ven, mamita. Tal vez sea esto lo último para ti o
para mí, o, por qué no, para los dos. ¡Quiero ver tu cara, tus ojos, tu risa,
tu pelo, y esas manos tuyas, venosas, tan llenas de carácter! ¡Quiero ver tus
senos, tu ombligo, tus piernas! ¡Quiero mordisquearte la panocha, como a ti te
gusta…! Érika, quiero que me sientas como nunca, muy adentro. Aunque sea por
última vez, mi amor; quiero verte simplemente». Luego le daba hora y fecha,
señalando mi guarida como lugar de encuentro.
Cuando la cita, Braulio llegó a casa desde
mediodía. Empezó a ingerir cerveza, nervioso. El cartucho de ocho tracks con
la música del primer álbum de Crosby, Still and Nash, sonaba y sonaba, muy especialmente la
canción “Judy Blue Eyes”, en
cuya historia el galán dice que su corazón sufre mucho, que se está muriendo,
que nada tiene que perder, que solo espera de ella una respuesta, pues muy
pronto marchará muy lejos, y así por el estilo, iba yéndose el amigo hasta
terminar con lúdica liberación, cantando en español: «Soy feliz cuando voy a
Cuba. Di que sí…». En la tarde, escuché el rechinar de las llantas de un auto
afuera de la casa y después vino un toquido en la puerta. Me apresuré a abrir.
Vi a una Érika elegantemente vestida de negro, de
una delgadez solo comparable a la que en la actualidad tengo hoy, a mediados de
los noventa, a causa de un cáncer terminal. Braulio iba detrás de mí y, al
percatarse de que era ella, irrumpió en llanto y se abalanzó sobre aquella
figura fantasmal, abrazándola con devoción.
Juro que en ese momento me dieron ganas de
decirle: «No llores, maricón. ¿No te acuerdas de lo que me dijiste después de
la primera vez que estuvimos juntos?»; sin embargo, me ganó el sentimiento, al
testimoniar el desgarrador reencuentro que se dio entre los amantes: la escena
me llegó muy hondo. Di media vuelta y los dejé solos, para dirigirme a casa de
mis padres. Me senté en la mecedora que pendía del viejo roble, en cuya sombra
Lucina y Logan solían pasarse horas platicando, y también me puse a llorar, a
llorar por mí, a los pies de aquel mudo testigo de tantos bellos recuerdos.
Braulio se marchó a México al día siguiente.
Recuerdo que fue a mi casa a despedirse y me besó, y, fundidos en un prolongado
abrazo, me dijo al oído:
—Fuma y piensa en mí…
En tanto yo lo interrumpía, ingenuo:
—Pero, Braulio, es que yo ni siquiera fumo…
A las tres semanas, Braulio me escribió diciendo
que había sido memorable para los porros de la Facultad de Derecho de la
UNAM el privilegio de recibir entre sus huestes al Chopas. El Polaco,
líder emérito de toda la bola de bribones, había organizado tremendo pachangón
en su casa de San Ángel, al que asistieron Palillo, el entrañable amigo
de la extinta actriz Fanny Cano, el mismo que, con todo y sus relajos de goyas
y huélumes, fue el creador de las porras
universitarias que degeneraron poco después en las huestes de porros
matones que accedían hoy a la
UNAM. En cuanto a Palillo, ¡qué curioso!, durante el diazornazismo
tuvo un poder político endemoniado.
El pachangón fue todo un acontecimiento. Para
empezar, el número uno de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares,
perteneciente al sempiterno Partido Revolucionario Institucional había enviado
en su representación a la crema y nata de los porros de la juvenil del sector a
su cargo, comandados por el Pavo Ramírez, que saludó, efusivo, a los
sobrinitos del regente, presentes allí, yendo en nombre de los de la Facultad
de Ciencias Políticas.
—¡Oh…! Si supieran que los porros también amamos…
Hasta México nos perdonaría las barbaridades que le hicimos al rector don
Ignacio Chávez —dijeron, enternecidos, los hijos de Sánchez…Céliz.
Al final de la fiesta, los afamados porros Falcón
y Castro Bustos predicaron el sermón de San Ángel, inspirados en la visión
maitreica que el Chopas tenía del mundo.
Cuando estaba de buen humor, el Chopas
aseguraba que su elevación era tal que, sobrepasando el Everest, llegaba fácil
hasta la misma cúspide del Cielo Tusita y, ya estando ahí, platicaba, de tú a
tú, con el propio Maitreya, el próximo de los grandes avatares, según la
corriente china del Mi-lo.
La realidad era que confundía a Maitreya
con Bruce Lee: un Chopas que, desde recién llegado de Mazatlán, sus
padrinos dentro del departamento del Distrito Federal lo habían puesto en
contacto con los chicos del pentatlón, aposentados en un caserón por Sadi
Carnot, en la San Rafael,
donde, vestido de negro y toda la cosa, iba a diario a practicar muy sanamente
Kung-Fu. Al menos eso fue lo que presumimos en ese entonces.
Braulio fue admitido sin tanta parafernalia en la Facultad de Arquitectura
de la UNAM. Lueguito
empezó a colaborar de manera entusiasta dentro del Comité de Lucha,
principalmente cuando se tenían que organizar las manifestaciones pacifistas
que se realizaron en esos años contra la guerra de Vietnam. Por lo demás, me
decía que su vida en la capital era un tanto rutinaria. Se había rentado un
departamento por Providencia, muy cerquita de la calle de Xola, misma que
recorría todas las mañanas hasta Insurgentes para tomar, minutos antes de la
siete, el camión repleto de estudiantes que iban rumbo a Ciudad Universitaria.
A eso de las once, tomaba algún aperitivo dentro de Arquitectura o en la
cafetería de Ciencias Políticas. Un toquecillo de mota con los de Las Islitas
de vez en cuando y de nuevo a clases, de las que salía alrededor de las dos o
tres de la tarde. De allí, a comer en cualquier sitio. Cuando se trataba de
conseguir algún libro novedoso, había que ir a la biblioteca Franklin, o de
plano optaba por quedarse en casa a estudiar hasta altas horas de la noche, ya
sea escuchando la Doble U Efe Eme
o los programas de rock de La Pantera, dedicados a los Doors o a la música progresiva de Emerson, Lake & Palmer. Los
sábados por la mañana había que ir a las lavadoras automáticas, además de
preparar la ropa para la semana siguiente. En la noche existía la posibilidad
de encontrar alguna buena película en la Sala Buñuel o en el Regis o, incluso,
hasta en el Cine Teresa, en el que había visto Casablanca por primera
vez. De vez en cuando se podía ir a alguna obra de teatro o, simplemente, andar
de juerga por allí.
El Chopas Parra, ostentoso como él solo,
se había rentado un departamento en Génova 19, en el mero corazón de la Zona Rosa, y todos los
domingos, a eso de las once de la mañana, bajaba muy emperifollado de su casa
para luego cruzar la calle hacia la galería Misrachi e ir a sentarse junto con Braulio afuera del Kineret a desayunar, a leer el
periódico y a platicar un buen rato.
Gran sorpresa se llevó Braulio cuando uno de esos
domingos soleados y trasparentes observó en la esquina de enfrente a Julia y a
Ana, caminando por Hamburgo, yendo en dirección al hotel El Presidente. Sin
decirle agua va a su acompañante, corrió en pos de ellas, que caminaban a paso
veloz. El Chopas ni se inmutó; estaba muy distraído, sonriendo como
baboso, leyendo a duras penas los comics dominicales del Excélsior. He
allí una de las hazañas más sublimes y conmovedoras de ese honoris causa del
analfabetismo funcional, llamado Chopas.
Ana y Julia por fin habían decidido hacer vida de
pareja. Braulio lo supo por boca de ellas mismas al ofrecerles, de entrada, que
se vinieran a vivir con él; o si no, les dijo que él estaría en disposición de
irse a vivir al lado de ellas: demasiado tarde. Los tiempos habían cambiado y
ninguna de las dos opciones fue posible. Ana y Julia le explicaron que, ya como
lesbianas asumidas, habían decidido establecer una relación cincho, y
que eso de antemano implicaba el compromiso de vivir juntas, profesándose mutua
fidelidad. Así es que Braulio tuvo que olvidarse de su antiguo derecho de empiernada sobre ellas, resignándose a seguir
siendo el buen amigo de siempre.
Julia se había inscrito en la carrera de
Comunicación, en la Ibero,
y Ana hacía pie de casa en su hogar rumbo a Xochimilco, donde, además,
realizaba sus piezas de cerámica para venderlas ahí mismo.
Con la ida de Braulio a México, las cosas entre
quienes nos quedamos en Mazatlán cambiaron radicalmente. La ruptura entre
Brenda y yo no se hizo esperar. Sin la presencia de mi amigo, nuestra relación
perdió toda razón de ser. Brenda, al principio, se puso inconsolable ante mi
rotunda negativa de reanudar aquel dudoso noviazgo. Hasta Laura estuvo a punto
de retirarme su amistad de no ser por la oportuna intervención de Octavio. Me
acusaba de comportarme como un malvado rompecorazones. Aunque la pequeña
Brenda, en venganza, en una de sus frecuentes rabietas, a voz en cuello, un día
se atrevió a gritarme:
—¡Lo que pasa es que eres un pinche puto tapado!
Eso fue la gota que derramó el vaso, y le
contesté:
—¡Sí, sí!¿Y qué…, maga?
Terminó odiándome para siempre. No obstante,
gracias a este hecho, de pronto me vi totalmente liberado, fuera ya del clóset
donde estuve escondido tanto tiempo, cual niño castigado.
Avizorando Laura que su Octavio del alma no
dilataba en marcharse a México, también decidió irse al D.F. a estudiar
Turismo, noticia que gozó del total beneplácito de su madre hasta aquella
ocasión en que, estando los Mireles desayunando en el restaurante Doney, el
general, inusitadamente, admitió que su hija ya estaba grandecita y que era una
chica muy responsable que merecía toda su confianza y, por tanto, en cuanto a
él, no existía ningún inconveniente para que fuese sola a México a cursar una
carrera profesional. A doña Érika por poco y le da el patatús. Es que desde un
principio ella acariciaba la idea de que sus dos hijas fuesen a estudiar a
México, con el fin de acompañarlas y así permanecer lo más cerca posible de su
amado Braulio.
Después de eso, la señora antepuso mil pretextos
a su marido para no dejar ir a la niña sola, sin su compañía, «a ese mundo de
perdición» de la Ciudad
de México. La negativa del general a lo propuesto por su mujer fue rotunda como
inapelable la determinación de Érika de hacer todo lo posible por llegar muy
pronto a los brazos de Braulio.
V
Como sucede a buena parte de los mexicanos del
noroeste del país, yo había conocido las grandes ciudades del sudoeste de los
Estados Unidos mucho antes que México, del que los Aguirre hablaban maravillas,
aunque fuera de la esplendidez arquitectónica de algunos edificios, templos y
conventos de la zona centro, del Paseo de la Reforma y de las antiguas
residencias de la época del porfiriato. El D.F. se me hizo una metrópoli
inmensa y fea, sometida a una creciente metástasis, al parecer interminable.
Para empezar, no he conocido aún caminos carreteros más tediosamente largos que
el de México-Querétaro y el tramo ese de la Panamericana entre Culiacán y
Mazatlán. Hasta he llegado a pensar que si mi padre murió en esa carretera, lo
que lo mató fue más bien el tedio antes que el encontronazo de su auto con
aquella vaca mensa, caminando cabizbaja en medio de aquel inesperado curvón.
Dormí como media hora de autopista. Desperté casi
llegando a México, justo en el punto donde se encontraba una cementera
despidiendo a través de sus silos unas densas nubes blancas de humos que iban a
empolvar los cerros repletos de casas puestas como gargajos desparramados entre
los cerros. A primera vista, la urbe se me figuró el caos de una mole en etapa
de obra negra, o como si las casas y edificios estuvieran levantados por
mientras, en lo que empezaba el gran éxodo hacia un lugar desconocido.
Octavio yacía dormido, recostado sobre mi hombro.
Opté por no despertarlo, ya que no había nada interesante que observar de aquel
paisaje desolador frente a mí. Tras los cristales polarizados del autobús,
miraba a los transeúntes moverse como hormiguitas, de un lugar a otro; los
varones, en su mayoría, iban cargando al hombro mochilitas de vinilo, rematadas
con algún escudo de tal o cual equipo de fútbol; era gente que seguramente
trabajaba en las factorías de los alrededores: personas aindiadas, austeras y
ceremoniosas, que luchan con resignación y esfuerzo para medio sobrevivir en la
gran urbe.
Braulio y el Chopas nos estaban esperando
en la terminal de los camiones Tres Estrellas, en Niño Perdido. El Parra
mierdero nos presumió el nuevo Mustang que le había regalado su cuate, el regente
de la ciudad, con quien tenía vara alta. Luego, ordenó a los dos fulanos del
pentatlón que hacían las veces de sus guardaespaldas, y ahora de nuestros
maleteros, que subiesen los velices a su pomposo auto.
Partimos a la casa, rumbo a Xola, donde yo
viviría un tiempecito con Braulio y Octavio Aguirre mientras amueblaba el
departamento de Cuicuilco que Braulio había tenido la gentileza de conseguirme.
Octavio, candoroso, había estado insistiendo desde antes de venirnos a México con
que me quedara en el departamento de Providencia a vivir con ellos, pero para
mí vivir al lado de Braulio como un simple amigo era imposible; además, no
tenía la menor disposición de volverle a servir de tapadera en otra más de sus
aventuras. En cuanto a Braulio, no se necesitaba mucho para intuir que, en
definitiva, no me quería a su lado si no era en calidad de amigo; por eso se
había echado a cuestas, con maniática premura, la poco gratificante tarea de
conseguir un departamento en la
Ciudad de México. Cosa que le agradecía. Por lo demás, yo iba
totalmente dispuesto a asumir mi destino personal a mi cuenta y riesgo, y no a
vivir a expensas de sus particulares decisiones.
Guardada toda proporción en cuanto a la
predilección sexual de cada quien, a Octavio, uno de entre tantos bugas incorregibles,
que se supone que en las cosas del amor guardan una actitud muy distinta a la
de los gays, sin que él me lo hubiese confesado jamás, yo presentía que le
sucedería en México algo similar a lo que a mí me sucedió después de estar yo
tan enamorado de Braulio. Así fue.
Octavio no pudo encontrarse en la capital con
Laura. El padre de la muchacha, ante la insistencia de la madre de acompañar a
toda costa a su hija a México, dizque para cuidarla, por primera vez había
reaccionado con suspicacia castrense, así que decidió no dejar salir
absolutamente a nadie de su familia fuera de Mazatlán, terminando por inscribir
a la muchacha en una universidad femenil recién abierta en la localidad, donde
se podía cursar la carrera de Turismo.
Después de esto, Octavio Aguirre, al poco de
estar en el De Efe, transfirió todo el amor que sentía por Laura Mireles a una
chica de nombre Carmina Fuentes, enamorándose perdidamente de ella.Lógico, al
rato terminó casado, llevándose a la mujer embarazada a vivir al departamento
que compartía con Braulio. Doña Ofelia, madre de los Aguirre, más que nada por
haberse casado Octavio sin su particularísimo consentimiento, de inmediato le
retiró el apoyo económico:
—¿Quieres mujer…? De aquí en adelante, m’ijito,
tendrás que rascarte con tus propias uñas.
El Chopas era ya muy influyente en la UNAM, en la que para los
provincianos el ingreso a cualquier facultad no siempre se resuelve aprobando
el examen de admisión, muy especialmente en Medicina y en Filosofía y Letras,
cuyo acceso ha estado siempre muy restringido, en general. Sin embargo, teniendo
un contacto como el Chopas en el consejo universitario, con la mayor de
las facilidades ingresamos a la universidad Octavio y yo.
Llegando a México, asumí la existencia de cuerpo
entero. Pronto me relacioné con Luis De La Vega, maestro de lenguas en el Instituto
México-Americano, recién casado con una tal Silvia Paredes. Al poco, estaba
viviendo con Luis un tórrido romance que vino a desencadenar en su divorcio,
iniciando ambos una vida de pareja. Atrás quedaba el romanticismo de mi
experiencia inicial con Braulio. No quería volverme a acordar de eso. Es lo
fascinante de una ciudad como México: las relaciones entre las gentes son
susceptibles de adquirir con rapidez una profundidad e identificación tal que
espanta, como vertiginoso también puede ser el tiempo en que acaban: «Tu
mach espid», dirían los gringos.
Mi encuentro con Luis se dio en esa etapa en que
mi gusto por los hombres se había convertido en mi opio. A través de mi
relación amorosa con él, comprendí que, como todo círculo social compacto y
marginal, el de los gays puede llegar a ser particularmente susceptible de caer
en la corrosiva insidia de las distintas elites que integran esa comunidad.
Incluso entre los gays, la relación de pareja,
como la del grupo social en sí, el egotismo y los resabios del machismo o del
hembrismo afloran con mayor intensidad que nunca, y lo que hubiera podido ser
un día entre personas, un acto de honesta comunicación o incluso hasta de amor,
a menudose convierte en intriga y celos, en resentimiento y frustración, en cinismo
o vergüenza, en autodestrucción o venganza. Existen gays que, sintiéndose primas
donnas, ya sea por su estatus social o por su reputación intelectual o qué
sé yo, aplastan a sus iguales sin la menor consideración, sin pensar en el
vapuleo constante que, sin cortapisas, se cierne sobre cada uno de ellos. Asimismo,
dentro del ambiente existe cierto tipo de lesbianas que, so pretexto del típico
hembrismo lésbico, paradójicamente, hacen aflorar un machismo atroz y, sin el
menor recato, se transforman en personas posesivas, celosas y hasta crueles con
sus parejas. En contraposición, existe gente buena onda, súper trabajadora y
comprometida con la vida. Los gays, como amigos, son de lo mejor que puede
haber en el mundo: gente alegre, imaginativa y solidaria, muy generosa y
compasiva con el dolor ajeno. Como enemigos: ¡Cuidado!
De entrada, la homosexualidad es un fenómeno
donde el sexo invade de lleno el campo de la imaginación, al grado de propiciar
una suerte de desdoblamiento de la personalidad, tendiente a liberar las
ataduras del yo, dando paso a la complementación de lo masculino y lo femenino
en la propia persona. Este es un hecho que, en su aspecto más noble y profundo,
hace experimentar al individuo una catarsis solo comparable a la emoción
estética. Es como sublimar la burda condición humana a la altura del arte, al
goce de lo divino; aunque en la peor de las circunstancias se convierte en una
verdadera pena en el culo, que se manifiesta en el más puro de los desórdenes
psíquicos. Ilustrativo ejemplo: la loca de atar. Pero ese furor que a ratos
parece inconsumible también acaba al paso de los años, a expensas de los
reveses que da la vida.
Y es así como la juventud se nos escapa de las
manos hasta que se llega a cierta edad, como la mía, en que si ya no es posible
encontrar una buena compañía para compartir el resto de la madurez se queda uno
con la boca abierta, solo, e igual que el perro de las dos tortas. Es triste, y
mucho peor cuando se está enfermo de muerte, como yo, aquí postrado, con un
cáncer estomacal que no le permite a uno ni probar bocado, ya no se hable de darse
el gusto de una buena follada.
VI
El que sí nunca congenió con su cuñadita Carmina,
por mamila, fue Braulio, quien vivía condenado a compartir el
departamento con ella, un departamento que él había rentado con el propósito de
traerse un día a Érika a vivir con él. Sin pensarlo dos veces, tan pronto como
pudo abandonó a su hermano y a su cuñada, viéndose obligado Octavio a arrimarse
en casa de los padres de su mujer. Al poco tiempo, un muchacho culto y sensible
con un talento artístico excepcional como el suyo tuvo que abandonar sus
estudios para ponerse a trabajar en las tiendas de ropa High Life. Después vino el aborto de Carmina y antes de que
cantara el gallo estaban divorciándose.
Sin trabajo y con la autoestima por los suelos,
resentido con Braulio y apenado de acercarse a mí, que, sin resultado alguno, lo
anduve buscando largo tiempo, Octavio cayó en las garras de una vieja
ninfómana, representante no me imagino de qué tipo de artistas dentro del mundo
discográfico: me refiero a Mirna Gómez.
En una ocasión, Luis y yo los divisamos en el
hipódromo. Me dio pena ir a saludarlo, pues me había pasado de tueste con el
rubor de las mejillas y no quería que Octavio me viera así. Mi amigo caminaba
cabizbajo, atrasito de ella, como deseado no ser asociado con la persona a la
que iba acompañando. No era para más, yendo al lado de aquella mujer
rostritorcida, cuyo maquillaje daba la impresión de haberse enjaretado una
añeja máscara de porcelana, amarillenta, con un horrible rictus en la comisura
de los labios, resabio de alguna apoplejía.
Tamaña rémora iba acariciando a un french poodle
más afeminado que Luis y yo juntos. Sus ademanes eran los de un ave de rapiña,
que de la más impúdica lascivia, tornábanse sus ojos como los un halcón,
avizorando su presa, cuando veía el rostro de algún chamaco interesante o los
músculos tensos de aquel buen mozo pasando cerca. Al verla, en lugar de
incitarte al contacto humano sentías el impulso de arrancar carrera de puro
miedo.
Meses después de ese incidente, Ana y Julia
rescataron a Octavio, llevándoselo a vivir una temporada a su casa de
Xochimilco. El hombre empezó a escribir, como frenético, una historia inspirada
en su papá, la cual iniciaba en el preciso instante en que, recién terminada su
presentación frente a su público imaginario, don Mario optaba por escapar a
través de la luna del espejo para reunirse con la gente que aplaudía en un
teatro lleno a reventar.
—¡Por la puerta falsa fue por donde en realidad
huyó el condenado ese de tu padre! —dijo doña Ofelia, reprochando cuando sus
hijos le preguntaron sobre el paradero de su marido, que hacía meses había
escapado de casa, uniéndose a una compañía española de zarzuela que estuvo
presentándose en el teatro de la localidad.
La debacle entre Luis y yo sobrevino aquella
noche del 1 de junio del 71, cuando después de un altercado empacó sus cosas y
se fue a vivir con su nuevo amante. Poco después del divorcio de Octavio, la
relación entre Luis y yo empezó a deteriorarse de manera abierta. Nuestras rabietas
eran continuas: ha de cuenta los pleitos entre quedadas. No podía hacerme el tonto.
Hacía tiempo que Luis había dejado de ser el otrora amante fogoso y activo para
actuar como una especie de chiquilla caliente que, al borde de la histeria, me
exigía que asumiera yo el papel de macho, cosa que a mí me chocaba tanto como
ahora a él. Incluso, en el preámbulo de la debacle llegué a pillarle en casa
con mayatillos que conseguía en la calle, hasta que llegó el día en que de
plano me cansó:
—¡Óyeme no, chiquito…! ¿De modo que yo visto al
chango para que otro me lo baile…? ¿Estás lucido tú o qué? —dije.
Se hizo el muy digno, agarró sus cosas y solo supe
que se fue a vivir con un fulano; no estoy seguro si con el carnicero de la
tienda al que solía piropear tanto o con uno de sus amiguitos luchadores de la Arena Coliseo, que frecuentaba
con asiduidad desde hacía tiempo.
El 7 de ese mismo mes, fui a buscar a Braulio a
Providencia: iba deshecho. Lo encontré despidiéndose de unos compañeros con los
que había ultimado detalles en torno a su participación en un mitin
estudiantil, programado para el 10 de junio, día que caía en Jueves de Corpus. Estaba muy deprimido y él, por el contrario,
muy contento. Para reanimarme, sacó una botella de Jack Daniels y arrimó dos vasos repletos de hielo. Me contó la
historia de siempre: que Érika y él, ahora sí, ya muy pronto vivirían bajo el
mismo techo. Lo miré con escepticismo, y para demostrármelo, me enseñó la serie
de arreglos realizados en la decoración de la cocina, recámaras y baño del
departamento. Esta vez, le creí, porque obviamente él sin el dinero de Érika no
hubiera podido solventar esos gastos. Aquel fausto en la decoración me hizo
pensar que la mujer, al fin, se había divorciado del general Mireles para irse
a vivir con su quirrurro.
¡Maldición! Al poco tiempo llegó el Chopas,
me saludó con un dejo de sorpresa, aclarando de antemano que venía de prisa; luego
se excusó con Braulio e indagó sobre los pormenores del evento: que qué compas
se habían echado pa’trás y no
participarían en la organización del mitin de ese 10 de junio, que cuáles eran
los nombres completos de los organizadores, que si iba a ir solo o acompañado.
—Sí, sí, voy a ir solo. A no ser que Miguel Ángel
quiera acompañarme —dijo Braulio Aguirre.
—Paso sin ver —repliqué.
Enseguida, el Chopas se marchó, diciéndole
a Braulio en el ínter:
—Allá nos vemos, ¿no?
«Gracias a Dios que se fue», pensé.
Esa noche, le confesé a Braulio que no sabía a
ciencia cierta si agradecer o maldecir el hecho de que él hubiese sido el
primer hombre con quien yo me acostara, reprochándole que asegurar que nos
habíamos amado aquel día era imposible de pensarlo.
—¿O no es así, Braulio?
Después, al calor de las copas, le dije que me
sentía un puto de lo más desdichado e infeliz, y que a veces una fuerza
incontrolable se apoderaba de mis sentidos, obligándome a comportarme como la
peor de las perras, y que ese maldito y mórbido gusto de que me atascaran la
verga estaba corrompiendo en mí el profundo sentimiento de amor que alguna vez
me había inspirado la estirpe humana.
—¡Braulio, creo que el demonio me ha ganado la
partida! ¡Por favor, ayúdame, porque creo que voy a acabar con mi vida de una
vez y para siempre!
El vaso se hizo añicos en mis manos y la sangre
brotó a borbotones.
A la mañana siguiente, me encontraba desnudo en
la cama, abrazado fuertemente a Braulio, que lucía en cueros como yo. Al
levantarse de la cama, me dio un beso tierno en la frente para dirigirse a la
cocina y traerme un plato con fruta fresca, la cual se dio a la tarea de
dármela en la boca. Mis manos estaban tumefactas, limpias de sangre y vendadas.
Luego, se dio un baño, se vistió y, estando aún
yo en la cama, me dijo:
—Me tengo que ir. Si te vas, cierra bien la
puerta del cubo y antes de salir ponle el seguro a la puerta de la entrada.
—Antes de irte, dame un cigarro, ¿quieres? —dije.
De su boca sacó el pitillo recién encendido y lo
puso en mis labios, exclamando:
—De modo que ya fumas. Entonces, ahora sí, fuma y piensa en mí, porque los
agradables recuerdos del recuerdo, con el humo de un cigarrillo son más llenos,
más vivos, más eternos.
Y, fumando, me puse a pensar en todas esas cosas
bellas que él me había inspirado desde la primera vez que lo vi.
A los tres días, la noche del 10 de junio,
Octavio me habló por teléfono para darme, de golpe, la infausta noticia de que
habían balaceado a Braulio esa mañana en la calzada México-Tacuba durante la
manifestación estudiantil y que lo habían traído muerto a casa.
Cuando llegué al departamento de Providencia,
Octavio, Ana y Julia me informaron que el Chopas, muy abatido, ya andaba
moviendo sus influencias en la Procu para que Braulio no tuviera que
pasar por el forense y le extendieran el certificado de defunción para que así
la funeraria pudiera recoger su cadáver allí mismo, en el departamento.
Me dijeron que el Chopas, con lágrimas en
los ojos, les platicó que yendo el conglomerado estudiantil a la altura del
Cine Cosmos, de repente, sin saber de dónde, había aparecido una turba de
individuos armados de palos y rifles automáticos que arremetieron contra los
manifestantes. La gente empezó a correr en desbandada. El Chopas, que
iba corriendo atrás de Braulio, dijo que pudo ver cómo su amigo rebotaba,
acribillado, sobre las cortinas metálicas de un establecimiento de deportes.
Como pudo, lo recogió aún con vida, solo para verlo morir en sus brazos en el
departamento de Providencia.
Yo me negué rotundamente a ingresar a la recámara
de Braulio, donde yacía sobre la cama. Sin saber qué hacer ante la ausencia del
Chopas, en la madrugada del día 11, Octavio me encomendó que hablara con
Érika, en tanto él lo hacía con su madre.
El teléfono de la casa de las Mireles empezó a
sonar una y otra vez, intermitentemente. Estaba a punto de colgar cuando
escuché la voz de Érika, sollozante.
—¡En verdad siento mucho lo que ha pasado, Érika!
—dije, trémulo, pensando que seguramente ya sabía lo de Braulio, puesto que Octavio
ya había hablado con su madre a Mazatlán. Las malas noticias corren rápido.
—Sí, murió hoy en la mañana de un padecimiento
hepático.
—¿Quién? —dije sorprendido.
—Pues ¿quién más? Mi esposo, Miguel Ángel, el
general.
Más consternado que nunca, aclaré la situación
con un doble pésame. Escuché un maullido y, después, vino un silencio prolongado:
—¡Bueno, bueno, bueno!
«Sin duda, sufrió un colapso», pensé, y colgué la
bocina.
Al rato, sonó el teléfono de nueva cuenta: era una
Érika totalmente recuperada la que de manera decidida me daba número y hora de
llegada del vuelo Mazatlán-México, con fecha del día 12. Me pedía de favor que
sin falta fuese a recogerlas al aeropuerto:
—¿A recogerlas? —cavilé.
Me anunció, de paso, que el general Filomeno
Mireles sería incinerado ese mismo día 11.
Ese 12 de junio que nunca olvidaré, me levanté casi
en la madrugada y muy de mañanita partí hacia el aeropuerto capitalino a
recoger a las señoras Érika de Mireles y Ofelia de Aguirre, mientras que
Octavio, Ana y Julia se habían encargado, a través de un abogado amigo, de
retomar los trámites dejados al garete por un Chopas Parra que se lo había
tragado la tierra.
En el trayecto al aeropuerto, compré el periódico
Excélsior. Para mi sorpresa, en primera plana aparecía el Chopas
retratado, como figura protagónica, en una secuencia fotográfica muy sugerente.
En la primera placa lo veía eufórico, corriendo con tamaño riflote entre las
manos. En la siguiente, se veía como un niño en el stand de la feria,
tirando con el fusil hacia una hilera de estudiantillos de plomo. En la última
foto, el Chopas estaba muy concentrado, rodilla a tierra, apuntando
hacia a un tal Braulio Aguirre, dándole dos balazos en la espalda. A un
Braulio, pienso yo, que en el acto de morir encontró su propia definición
político-existencial.
El Chopas, después de haberle disparado a Braulio por la espalda, siendo
una de las cabezas del grupo paramilitar de los Halcones, mandó recoger el
cadáver de mi amigo, echándolo en la cajuela de su coche, para pasearlo por
media ciudad y llevarlo al anochecer al departamento de Providencia, lugar
desde donde habló a medio mundo, haciéndose el mártir.
Años después, supe que el Chopas se había
hecho la cirugía plástica, logrando ingresar como seminarista al Seminario de
Guadalajara, y luego de pasar unos añitos allí, partiría hacia Roma para
ordenarse sacerdote. Hoy, a mediados de los noventa, el Chopas no solo es
obispo de una ciudad fronteriza, sino que también es uno de los más cercanos al
poderoso nuncio apostólico de México, hecho que lo hace excelente prospecto
para engrosar muy pronto las filas del colegio cardenalicio.
De lo que sí estoy seguro, gracias a Dios, es de que
mis ojos jamás alcanzarán a ver al Chopas convertido en el primer Papa
mexicano. Y si doy por hecho que no alcanzaré a presenciar tan trascendental
momento para la vida espiritual del México de la modernidad no es porque el Chopas
Parra no tenga posibilidades de hacerse primero cardenal y luego Papa, sino
porque, francamente, esta enfermedad está matándome; aunque las malas lenguas
que abundan por aquí, en Mazatlán, juran y perjuran que en realidad me estoy
muriendo de sida. De no ser por mis amigas Ana y Julia, que finalmente se
vinieron a residir a estas tierras y que me visitan a diario, mi vida sería
comparable a la de un apestado.
Y ya que hablo de las truculencias de finales de
los sesenta y principios de los setenta, época en que abundaron los muertos y
desaparecidos, déjeme y le diré qué pasó con doña Érika, que por amor a Braulio
se deshizo de Manuel Salas de la manera más sencilla: simplemente le hizo saber
a su marido que ese infeliz la andaba molestando con indecibles propuestas
indecorosas. De lo demás se encargó el Modestillo. En cuanto a la muerte de este,
el general Filomeno Mireles le informaría al exgobernador que el Modestillo era
el que le había bajado el cuantioso cargamento de mota de su propiedad, perdido
camino a los Estados Unidos, cuando el que había hecho esa trastada se apellidaba
Mireles y tenía por nombre Filomeno. El politicastro simplemente mandó matar al
narco.
En torno a la muerte repentina de Filomeno
Mireles, lo único que puedo asegurar es que la fortaleza física del general era
digna de encomio. Imagínese si no: tuvieron que transcurrir cerca de dieciocho
meses para que surtiese efecto el letal cultivo amibiático que a diario le
suministraba su mujer en opíparas comilonas.
SEP-INDAUTOR
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