Por Roberto Elenes
Con los dedos de las manos
pueden contarse las personas que, habiendo visto el rostro de Telda, hayan
vivido para contarlo. Antonio de León y Gama, en la segunda edición aumentada
de su libro Descripción histórica y cronológica de las dos piedras, a
cargo de Carlos María de Bustamantes, identifica a Telda como una deidad
femenina terrestre vinculada con los
nueve señores de la noche del mundo mesoamericano, llamada Cuitlapanton o
Cuitlatlapachoto, una de las diosas del maíz, de cuya descripción más certera habla
este autor: «Dicen que en aquellos tiempos muchas veces aparecía una mujer
enana en forma de una pequeña niña muy bien vestida y ataviada, de largos y
extendidos cabellos, que llamaban Cuitlapanton o Cuitlatlapachoto: la
significación de la aparición de esta era de muerte o de alguna gran desgracia,
y así el que la veía entendía que en breve tiempo habría de morir por
enfermedad inevitable o por otro repentino caso no pensado ni sabido, o cuando
quedase con la vida, habría de ser muy pobre y desventurado, y con muchas
prisiones y calamidades, hambres y privaciones de oficios y dignidades. Decían
que esta fantasma era diosa del maíz y no aparecía sino a uno solo».
Esto último es cierto, dirían los pocos que han
vivido para contarlo, aunque lo de diosa nutricia esté por verse aún, por más
deidad teutónica que pueda considerársele a Telda, conocida en el mundo
mesoamericano como Cuitlapanton o Cuitlatlapachoto.
Una de las pocas personas que ha logrado
sobrevivir a esta singular experiencia es Stan Evans, que en 1972 tomaba los
cursos de verano impartidos para estudiantes extranjeros en la Facultad de Filosofía y
Letras de la Autónoma
de México. No obstante, el precio que tuvo que pagar por una vivencia de
antemano jamás buscada fue muy alto.
Todo empezó aquella noche de su cumpleaños, el 15
de agosto, en la casa de huéspedes de Adelina Landázuri, por Viaducto, después
de un pequeño convivio en su honor, en el que Evans apagó un pastel con sus
veintidós velitas, acompañado de chocolate caliente y otras fruslerías. Al
terminar la fiesta, el joven se despidió de los demás huéspedes al inicio de la
escalinata de caracol, por donde subieron hacia la planta alta a descansar en
sus aposentos, en el segundo piso.
Stan Evans vivía en la planta baja, la cual consistía
en un recibidor en forma circular y dos cuartos, cuyos ocupantes compartían un
mismo baño externo; además de la amplia estancia que hacía las veces de
comedor, estaban ahí la cocina y un pequeño patio. El cuarto de Stan era el de
la entrada del recibidor, mientras que el otro aposento estaba frente al suyo y
pertenecía a Octavio Aguirre, con quien había descubierto uno de los deleites
más significativos de vivir en la
Ciudad de México: las caminatas nocturnas por Reforma,
charlando del monumento a Cuauhtémoc hasta la fuente de la Diana Cazadora.
Ida y vuelta.
Alrededor de las once de la noche, Stan entró a
su cuarto y encendió la lamparilla de noche. No había más decoración que una
cama, un buró, un librero y una mesa redonda de trabajo, que cabían holgadamente
en la habitación con dos ventanas que daban a la calle. Fue al clóset a
desvestirse y se puso en pijamas, deslizándose muy cómodo entre las frescas
sábanas, con la intención de agarrar el libro que yacía sobre el buró para
retomar la lectura de Muerte sin fin,
de Gorostiza.
A punto de abrir el tomo, notó que alguien se
encontraba husmeando detrás de la puerta de su recámara al notar que la perilla
giraba y, en lo que la puerta se entreabría poco a poco, lo invadió el terror
hasta casi quitarle la respiración. En eso, apareció en la entrada una
mujercilla minúscula, vestida de blanco, con un cuerpo perfecto en proporción a
su diminuto tamaño, pero con una cabeza desmesuradamente grande y una abundante
cabellera peinada a lo duquesa de Alba, como en el cuadro de Goya. Su mirada
era aterradora y las mejillas estaban marcadas con dos listas de color morado. Su
rostro era similar a los que los jíbaros de la amazonia ecuatoriana reducen al
mínimo.
Por reflejo condicionado, el sorprendido joven
trató de levantarse de la cama, pero le fue imposible. En una serie de
instantáneas fotográficas, observó a la mujercilla acercarse a él, hasta que
sintió una descarga eléctrica en la nuca, viéndola ahora encaramada en sus
hombros, zangoloteándole la cabeza.
Empavorecido, fue cayendo como en cámara lenta en
un abismo negro e insondable, en cuya trayectoria, extrañamente, hasta tuvo
tiempo de rezar el Padrenuestro y de encomendarse a Dios ante el inevitable
presentimiento de que moriría estrellado en el fondo de aquel abismo
interminable: eso fue lo que pasó por la cabeza de Stan Evans cuando estuvo
bajo el influjo de aquel trance.
Al recuperar el conocimiento, no había nadie. La
puerta del cuarto estaba abierta de par en par. Stan sudaba copiosamente y no
podía moverse. Un sueño soporífico lo invadió y no supo más de sí hasta el otro
día en la mañana, que escuchó a Matilde, la mucama, preguntar desde el umbral
de la puerta si ya quería que le limpiara el cuarto. Balbuceó con dificultad
una serie de incoherencias, en tanto la mujer se acercaba, preguntándole:
—¿Se siente enfermo, joven?
Stan Evans sentía el cerebro vacío, los sesos
fundidos; el dolor de nuca le punzaba y no lo dejaba menear un cuello
entumecido, tensado con alambres.
I
Algo semejante le sucedió a Pupa Monfort,
de nombre Mireya, en 1956, por los días en que tío Alberto murió, bajando de un
camión, en la Alameda
de Santa María La Ribera.
Tenía seis años cuando vio a la enanita. Cagada
del susto, la criatura se escondió detrás de una puerta; luego de eso, estuvo
presa de un pánico que la mantuvo sin habla por tres días. A la semana
siguiente, murió tío Alberto, hermano de papá, machucado por las llantas de un
tranvía.
En aquellos días, tío Alberto era el sostén más
importante de aquella familia compuesta por la abuela María, la tía Chabela, el
Roque —un idiota, medio hermano de Pupa—, al que su padre desconocía
como hijo, siguiendo luego sus hermanos mayorcitos, Rosario y Simoncillo, y,
por último, la propia Pupa, la más pequeña y enfermiza: seis bocas en
total.
En cuanto a Simón Monfort, el padre de Pupa,
resulta que se había largado con otra mujer un año atrás, abandonando a
Consuelo, su mujer, y a sus tres hijos. La madre de los niños, desesperada por
la situación económica, tenía mes y medio que había encargado a sus hijos a su
suegra para ir a Guadalajara a trabajarcomo empleada de mostrador en la tienda
de un pariente lejano, en el mercado de San Juan de Dios.
La abuela María y tía Chabela eran conserjes y
cuidaban una escuela bautizada como la Unesco, rumbo a Tlatilco, por lo que la directora
les daba permiso de vivir en dos cuartuchos del plantel que los tres chiquillos
barrían y limpiaban todos los días muy de mañana, volviendo a hacer el aseo
después de terminado el turno de la tarde. La abuela y la tía se encargaban
también de preparar las tortas del negocio de la directora, la cooperativa de la escuela, tentempiés
que las niñas vendían a la hora del recreo. El Roque atendía una bolería de su
propiedad afuera del mercado de San Cosme y a diario llegaba sin dinero y
embriagado de pulque.
Tío Beto y su mujer no habían podido tener hijos,
y él ganaba muy buenos centavos como repostero de una panadería de caché,
situación que le permitía ayudar en lo económico a su madre y, en particular, a
sus sobrinos, los hijos de su hermano. Alberto era un hombre de naturaleza
bondadosa y fue en vida el verdadero proveedor de aquella gente que trabajaba
tanto para apenas sobrevivir.
Como en un soñar despierta, Pupa veía
visiones y se le revelaban cosas. En poco tiempo, empezó a aparecérsele el
fallecido tío Alberto y platicaba con ella.
—¡Yo no me robé nada, abuelita! —Pupa
decía sollozando, parapetada en un rincón de la escuela.
—¡Ey…! No te preocupes, hija. Yo sé que no
robaste nada.
—¿Eres tú, tío Beto?
—El mismo de siempre, ojitos de pollo.
—Tú eres bueno y platicas conmigo, tío Beto.
Roque dice que yo me robé una de las tortas que están haciendo para mañana mi
tía Chabela y mi abue María.
—Olvídalo, no te preocupes.
—Es que mi abue no me cree y luego va a
darme con el cinturón. ¿Por qué mejor no me llevas contigo…? No sé por qué te
moriste, tío… ¿Es cierto que te mataron?
—No, fue un accidente.
—¿Por qué tu hermano es malo y nunca viene a
vernos?Es un feo, ¿verdad…?Cada vez que iba a la casa, le pegaba a mi mamá y se
enojaba cuando ella le pedía dinero. Por eso es que yo no como, porque me
quiero morir. Al cabo, si me muero yo vengo por mis hermanitos y les retuerzo
el pescuezo y me los llevo conmigo pa’que
no sufran ya…
—Una niña buena como tú no debe pensar eso… Y hay
que comer, ¿eh?
—Cómprame unos zapatos, tiíto. Mira, estos están
todos rotos.
—Voy a ver.
—Siempre me dices eso y nunca me los traes. Pero
no li’ace; de todos modos, yo te quiero mucho… El otro día, oí a mi abue
decir que tu esposa es una prostituta y que por eso no había podido darte
hijos… Oye, tío…¿Qué es una prostituta?
—Estás muy chiquita para saber eso.
—De todos modos, yo lo voy a saber… Ah, fíjate
que hoy mis hermanitos sí comieron. La profe
Chepina nos trajo hongos; había uno tan grandote que apenas cabía en el
plato. Les echó epazote y luego nos hizo unos tacos. Yo no quise, pero Chayito
me dijo que saben buenos.
—Claro que sí… Pero hay que comer, te digo.
—Es que luego mi abue y la Chabela dicen que somos
muy tragones, y nos pegan entre todos. Hasta el Roque nos da de guantadas.
—¡Ah, qué cosas!
—Ya va a ser mi cumpleaños y estoy muy triste sin
mi mamá… ¿Cuándo va a venir ella, tío Beto?
—Te prometo que muy pronto.
—Oye, tío, a mi abue le dije que te veo y
me dijo que cuando te volviera a ver te preguntara que si quieres una misa. ¿Es
cierto eso?
—Me da igual, pero si tú quieres, está bien.
—¿Ya oíste? —dijo la niña al escuchar voces y
pasos—.Mi abue me anda buscando. Mira, ¡a’í viene…! Al cabo,
ellos no te ven, ¿verdad, tiíto…? ¡Híjoles, qué luz tan bonita! ¿La ves…? ¿Qué
será, eh? —finalmente dijo Pupa.
—Es algo así como la luz de Dios, mi niña.
—¿Es cierto que los que van al cielo lo conocen?
—No, nadie lo conoce, más bien lo viven —Pupa
escuchó, mientras la imagen de tío Alberto se iba desvaneciendo—. Nos vemos,
ojitos de pollo…
Al mes de esto, la madre de Pupa regresó
de Guadalajara, dispuesta a recoger a sus tres hijos. Consuelo terminó por
reconciliarse con su esposo para reiniciar una vida de sufrimiento al lado de
Simón Monfort.
Tiempo adelante, un día que jugaba bajo el tupido
follaje de los árboles en el Parque Revolución, cercano a su casa, se le
apareció a Pupa un niñito de su misma edad, que se hizo llamar
Saturnino. Era una personificación del Dios
Niño, que se convirtió en el principal defensor y amigo de la menor, a la
que Telda seguía perturbando con cierta frecuencia.
II
Cuando sus padres se divorciaron, Stan Evans
tenía diez años. Era el más pequeño de cuatro hijos. Sus dos hermanos mayores
permanecieron al lado de papá, en Wichita Falls, Texas, mientras que su hermano
Don y él fueron con mamá a establecerse en California.
Llegados a California, vivieron un par de años en
Long Beach para terminar comprando la casa de Garden Grove que ocupaban hasta
la fecha. Stan recordaba con especial emoción el día en que se mudaron a su
nueva casa. Tras una media hora de viaje, Thelma ―su madre―, Don y él recorrían
la calle Gilbert, avasallada por la fronda de sus álamos inmensos. Recostado
sobre unos tiliches en el piso de la caja del pick up, los ojos del pequeño se hundieron extasiados en aquel
mundo sombreado y enigmático.
Su casa era una de las recién construidas en la
calle Mcmichael y la zona estaba rodeada de naranjales. Al otro lado de los
Evans vivía la señora Jackson con Larry, su hijo, un chico de la misma edad de
Stan que muy pronto se convirtió en su mejor amiguito. A instancias de su
vecina, Thelma Evans inscribió a Stan en una escuela elemental cercana, en la avenida
Chapman, a la que también asistía Larry, su vecinito. Don fue matriculado en la
Garden Grove High School para terminar sus estudios de secundaria.
Thelma Evans, de cuarenta y tantos años de edad,
a los dos años de vivir en California había empezado a manejar un negocio
relacionado con la publicidad a través de la radio. Con Rod Evans, su exmarido,
había procreado cuatro varones: Frank, Jean, Don y Stan, su pegoste.
A Thelma no le gustaba Long Beach para la crianza
de sus dos hijos menores. En ese entonces, la ciudad tenía una bien ganada
reputación de cruel y corrupta, al servicio de una runfla de mafiosos
espoleando a una pléyade de marineros, soldados, prostitutas, drogadictos,
tahúres, homosexuales y vagos. Pensaba que bien valían la pena unos minutos más
de manejo de la nueva casa al trabajo con tal de ver crecer a los muchachos en
un ambiente sano y casi campirano, y es por eso que había comprado la casa de
Garden Grove.
Aparte de sus frecuentes viajes de fin de semana
a Tijuana o Ensenada, a los dieciséis años, Stan tuvo oportunidad de conocer el
mundo mesoamericano al ir a Teotihuacan en unas vacaciones con mamá en la Ciudad de México. Fue el
año en que su hermano Don ingresó en la Armada para hacer carrera allí.
Salieron del hotel rumbo a Teotihuacan a eso de
las 12del día, hora poco propicia para recorrer todos los monumentos de aquel
lugar sagrado. El taxista indicó que los esperaría a la entrada del museo. Stan
y su madre iniciaron la marcha por la Calzada de los Muertos rumbo a la Pirámide de la Luna.
Antes de subir a esta, recorrieron el palacio de Quetzalpapalotl, en cuyo
cornisamento aparecen unas almenas que, se dice, son una representación gráfica
del año solar.
Enrojecidos por la imperceptible pero lacerante
resolana del altiplano, a gatas subieron las empinadas escalinatas de la Pirámide de la Luna. Al llegar a la
cúspide se nubló y una refrescante lluvia empezó a caer sobre ellos, la cual
cesó en cuanto pisaron el último escalón cuesta abajo, acción que pudiera
interpretarse como un saludo del espíritu rector de las aguas, la Luna.
Luego se dirigieron hacia la Pirámide del Sol. Thelma,
cansada, prefirió esperar abajo, iniciando el chico el ascenso por su cuenta.
Cuando Stan llegó a la cúspide de aquella gran pirámide, el Sol empezaba a
descender fulgurante en el ocaso.
Qué sorpresa fue para el joven encontrar allá arriba
a un viejo indígena semidesnudo, con los brazos extendidos en forma de cruz,
mirando hacia la caída del Sol. El hombre se bamboleó de sus plantas y el Sol
fue cubierto por una fina tela azulosa que opacó los fuertes haces de luz que
desde hacía rato calaban en la piel e impedían la visibilidad de frente.
Acto seguido, fue cerrando lentamente sus brazos
hasta encontrar sus manos a la altura del pecho, de donde salió como una
llamarada color naranja.
—Su corazón está ardiendo—balbuceó el chico.
Como punto final, el viejo hizo una salutación y
entonces el Sol fue cubierto por una capa de nubes grises, cargadas de agua.
—No temas, joven amigo —dijo el viejo, en un
perfecto inglés.
El chico recobró la compostura y preguntó:
—Perdón, pero ¿qué es lo que hacía?
—Una ceremonia dedicada al Padre Sol —contestó el
viejo.
—¿Y cómo le hace para que el Sol se ponga así de
nublado en el centro y después se tambalee igual que usted? —Stan inquirió.
—Es difícil de explicarte en el poco tiempo que
vamos a estar juntos —dijo el viejo—,pero lo que sí puedo asegurarte es que
nuestros antepasados poseían una enseñanza basada en los movimientos que se
desprenden de los cinco estados de mutación del Tiempo, representados en las
almenas que viste en el palacio de Quetzalpapalotl. Estos son los puntos
cardinales: Este, Norte, Oeste y Sur, pero, además, el Centro de la Rota del Tiempo.
—¿Y qué es eso de la Rota del Tiempo?
El viejo bajó el rostro para sumirse un instante en
sus pensamientos, buscando una mejor manera de explicar un tema tan complejo
como son los misterios que abrazan los ciclos del tiempo. Así que, con respecto
a eso, dijo:
—El tiempo no camina en una línea progresiva como
contar uno, dos, tres, cuatro…, sino que funciona circularmente, yendo dentro
de una espiral imaginaria que asciende y desciende en la infinitud de un
Universo mental, de un espacio interior que tú lo empiezas a ver cuando cierras
los ojos, aunque al principio todo lo mires oscuro. La mejor forma de conocer
tu tiempo en este mundo en que vives por ahora es recordar aprendiendo cosas
que te resultarán nuevas. Es hora de que te marches, joven amigo. Tu madre está
impaciente, esperándote.
Finalmente, aquel viejo puso en manos del chico
una moneda de cobre de veinte centavos, con la peculiaridad de que tenía forma
oval y en la cara grabada con la pirámide de Teotihuacan aparecía la siguiente
inscripción: «SodatseSodinuSonacixem».
Stan descendió invadido poruna sensación de miedo sobrenatural, similar a la
que había experimentado dos años antes, pardeando la tarde. Ese día, la señora
Jackson y su madre regaban las plantas y platicaban afuera del jardín de casa.
Larry lo había invitado a ir por un puñado de nueces que se encontraba en un
cesto que permanecía en el porche del patio trasero de los Jackson. Se
introdujeron a la casa, llevándose un buen susto al percatarse de que una
calaca —hecha como con tubos de luz neón— estaba en la semipenumbra, sentada
sobre un taburete, con el cesto de nueces en medio de las piernas, llamándolos
para que se acercasen a ella.
Stan se quedó inmóvil, a unos pasos de aquella
cosa, mientras que su amigo salió corriendo, asustado, pidiendo auxilio a
gritos. Ala llegada de las mujeres, la imagen de la Muerte se había esfumado. A
la mañana siguiente, su amigo Larry Jackson había fallecido, quizá del susto.
Sin comprender la asociación de un suceso con el
otro, Stan llegó hasta su madre y le confesó lo que había presenciado, sin
decir un ápice sobre la moneda que le había dado el viejo.
—Vámonos, ya es tarde, hijo —dijo la mujer,
fingiendo no dar importancia a lo contado por el chico.
A partir de entonces, empezó a tener un sueño
recurrente. Sumido en un soñar despierto, el muchacho se veía al lado del
anciano aparecido en la pirámide de Teotihuacan, tratando de traspasar el
umbral de una puerta a la que el viejo impedía el paso, inquiriendo:
—En tus venas llevas sangre cherokee, ¿verdad?
Stan contestaba que sí, que su abuela materna
había sido cherokee; después de eso, el viejo le daba entrada a un reducido
vestíbulo que iba directo hacia un túnel, empinadísimo, que subía por el
interior de una gran mole. La escalinata del túnel estaba iluminada por
lámparas de aceite pendientes de las paredes, cuya difusa luz no producía el
menor vestigio de humo.
Enseguida, el chico subía la
escalinata hasta llegar a una plataforma donde encontraba un Chaac viviente,
que le preguntaba:
—¿Dónde dejaste a tu hermano José?
—Yo no tengo ningún hermano José —Stan
contestaba, viendo a los ojos de Chaac, sentado en el trono Jaguar, apuntando
hacia arriba con el dedo índice.
Sobre el techo estaba un hoyanco en el que se
alcanzaba a divisar un dejo de luz. El muchacho miraba hacia arriba y, de
súbito, escuchabael tronido de un rayo que lo cegaba y era succionado por una
fuerza que emanaba desde aquel agujero en el techo. En un instante, se veía suspendido
en un firmamento bañado de luz lunar, al tiempo que divisaba la imagen de un
hombre, como en un negativo fotográfico, que venía acercándose poco a poco
hacia él.
Estando aquella visión a solo unos cuantos metros
de su persona, la noche se iluminaba, revelándose la figura del individuo tal y
como era: un tipo nada excepcional en su aspecto físico, cuarentón, grueso,
apiñonado, barbón, pelo corto. Lo que sí era digno de admiración erasu
vestimenta: un sencillísimo kaftán de cuello V, hecho de una tela tan fina y
delicada como cáscara de cebolla, cuya blancura, de un azuloso resplandeciente,
iluminaba la noche con una luz tenue que no cegaba la mirada.
A unos cuantos pasos de distancia de aquel ser,
el chico sentíaque su cuerpo giraba vertiginosamente en el espacio hasta parar
y quedar su cabeza justo a los pies del extraño.
—Yo soy tu hermano José —decía el hombre—,y vengo
a dejar bajo tu responsabilidad las claves —que Stan jamás veía—. Van a tratar
de arrancártelas. Vienen tiempos muy duros y difíciles para ti. No olvides, Todo es Uno, Uno es Todo —decía aquel
individuo, desapareciendo.
III
Justo el día en que Pupa Monfort cumplió dieciséis años,
consiguió chamba en una de las farmacias del Tecolote, en el centro de la
ciudad. Su hermana Chayito se había casado con un mecánico de Aeronaves de
México, tenía un hijo y la situación económica familiar había mejorado
notablemente. Su padre, Simón Monfort, tenía varios años que había conseguido
trabajo como motociclista de tránsito dentro del departamento del Distrito
Federal, mientras que su hermano Simoncillo trabajaba con unos españoles en una
tienda de ultramarinos, en la colonia Roma. Hacía cuatro años que la familia
había comprado una casita en la calle Invernadero, en la colonia Nueva Santa
María, la cual pagaban entre todos.
Allí, conoció a Silvia Paredes, una chica varios
años mayor que ella, que estudiaba ballet en el INBA. A Pupa, por
casualidad, un día le tocó presenciar un hecho un tanto escabroso relacionado
con aquella joven y su familia.
Mientras tendía la ropa recién lavada en la
azotea, Pupa Monfort miró hacia la casa contigua, la de Silvia. Como la
ventana del baño que daba hacia el exterior permanecía a medio abrir, dirigió
su mirada hacia ese punto, descubriendo, sorpresivamente, a su amiga medio
enjabonada de la espalda, haciendo el amor encaramada sobre un tipo aplastado
en el borde de la tina del baño, al que no conseguía verle el rostro.
Enseguida, su amiguita se incorporaba, jadeante,
para mamar con voracidad el glande del individuo, apretando con firmeza las
bolsas de sus testículos hasta hacerlas estallar, chisgueteando su cara de
semen y descargando al vacío otro tanto. Al escuchar abrirse el portón de la
cochera de su casa, Silvia se levantó como resorte: eran su mamá y sus hermanas
que llegaban de la calle. El sujeto salió corriendo del baño hacia el interior
de la casa: ¡era el padre de Silvia, huyendo despavorido, con los calzones en
la mano!
—Hola, Pupa, ¿estás lavando? —preguntó
doña Aurora, la mamá de Silvia, al divisar a Pupa desde la entrada de la
cochera, cuyo galerón a la intemperie separaba una casa de otra.
—Sí, doña Aurora —contestó Pupa, fingiendo
desenfado, en lo que entrecruzaba una mirada cómplice con su amiga Silvia,
helada de sorpresa, cerrando la ventana del baño.
Silvia y Pupa jamás dijeron ni media
palabra de esto, hasta ese día en que Silvia se casó con un maestro de inglés,
algo exquisito en sus modales, Luis De La Vega, quien estudiaba danza con ella en sus
tiempos libres.
—A ti no puedo engañarte, Pupa. Ya te
imaginarás por qué me caso —dijo Silvia—. Quiero olvidar todo. Y Luis es un
buen chico. Además, está de acuerdo en dejarme proseguir con mis clases de
danza. Eso es lo que más me gusta de él.
Ese día, Luis y Silvia le presentaron a Pupa
al padrino de la boda: Reynaldo Rentería ―alias el Rey―, uno de los líderes importantes del sindicato petrolero de
Pemex, al que posteriormente le dio por estar atosigando a Pupa, yendo día y noche a la farmacia
donde trabajaba, rumbo al Zócalo.
Aquel asedio llegó a tal grado de impertinencia que
Pupa no tuvo más remedio que decirle a Consuelo, su madre, lo que estaba
sucediendo. A partir de entonces, su madre o su hermano Simoncillo la esperaban
a la salida del trabajo e iniciaban el retorno a casa. Esto se convirtió en una
rutina hasta llegado el día en que el líder sindical desistió de andar
enfadando, haciéndole la corte. Finalmente, Pupa sugirió a sus
familiares que ya no fueran al trabajo por ella.
Una vez, yendo de regreso a casa, en la noche, Pupa
tomó el trole que la dejaba en la esquina de Antonio Caso y Serapio Rendón. Se
disponía a tomar el camión ruta Santa María, rumbo a casa, cuando,
intempestivamente, la abordaron dos sujetos y, a empellones, la hundieron en el
asiento trasero de un coche, atontándola con tremendo cachiporrazo. No supo de
sí hasta encontrarse en una lúgubre habitación con Reynaldo Rentería, que sin
más le ligaba el brazo y le aplicaba una inyección intravenosa. Pupa
sintió que un calorcillo bien cachondo la invadía por las tetas hasta
electrizarle los pezones; tras eso vino un adormecimiento rico en las sienes y
luego un total desgüanguilamiento de su cuerpo. El líder petrolero la desvistió
tranquilamente, arrancándole por último los calzones de un tirón para
contemplarla desnuda sobre el lecho.
Su cuerpo era
núbil y perfecto. La chica solo alcanzaba a sonreír, balbuceando
incoherencias, como:«Ponte quieto, Saturnino», «La cola te huele a lápiz», «Goce
la vida, gócela ahorita con Carta Blanca exquisita», y puras cosas así. Cuanto
más antes, el Rey le abrió las piernas
y, entreabriendo los labios de su vagina, se dispuso a mamarla y a frotar su
clítoris suavemente, con devoción de santo, y acto continuo se incorporó,
extraviado, mirando sin rumbo para todos lados, para luego meterle la verga en
el ano, insultándola y golpeándola en el rostro.
—¡Puta, hija de la chingada! Te juro que te veré
arrastrándote como una perra a mis pies, lamiéndome los cojones.
Tras el inminente anuncio del clímax en su rostro
desfigurado, el Rey interrumpió sus insultos para empezar a gritar como
loco:
—¡Ay, ay, ay, Diosito!¡Qué rico, me vengo, me
vengo…! ¡Rápido, rápido, Jaibo! ¡Méteme el leño, cabrón!
—¡Sí, sí, jefe! —dijo el torvo individuo, que se
había masturbado durante la repugnante escena, en lo que le metía a Rentería un
dildo por el culo.
Tres días consecutivos estuvo Pupa tirada
en aquella cama, recibiendo pequeñas dosis de heroína que le aplicaba una
mujeruca de permanente en el pelo, con cuerpo de tentación y cara de
machorrona, quien terminó desflorando con el dedo el himen de Pupa.
Al cuarto día por la tarde, la subieron al coche
de nueva cuenta. La mujer que la había desvirgado le entregó a Pupa una
incapacidad médica para que se presentara al trabajo y le dijo que ellos se
habían encargado de avisar a la empresa y a su familia de su presunto
accidente, sin revelar a sus padres dónde estaba internada. Antes de dejarla ir,
se la sentenciaron que si hablaba con alguien de lo sucedido iban a atropellar
a su madre con el coche.
—Así que ya sabes. No querrás ver a tu mamá
muerta, ¿verdad…? Nada de dejar la chamba, ¿eh? Nos vemos —concluyó la mujer al
despedirse.
Ya en casa, Pupa
ratificó lo que los maleantes habían dicho por teléfono a sus padres: que un coche la había
atropellado accidentalmente, reconociendo que las personas que la embistieron
habían sido de lo más generosas, internándola en el sanatorio donde había
permanecido en observación, semiconsciente. Luego, mostró a su madre la
incapacidad médica del Sanatorio Español que había puesto en sus manos la
mujeruca.
—¡Ay, hijita! —se lamentó su madre, azorada,
llevando su mano a la mejilla.
Con la ayuda de Benjamín Colores, un chico amigo
de Pupa que trabajaba en el periódico La Prensa, su padre, Simón Monfort, había rastreado a su hija en la
central de datos de la policía y en los puestos de socorro. Al no obtener
resultado alguno, se dio por vencido, admitiendo:
—¿Qué me preocupa? ¡Si todas las viejas son
requeteputas! De seguro se fue con algún cabrón.
Pupa se reintegró al trabajo. Todos los días, a la
salida, la mujer de permanente la esperaba para subirla al coche, conducido por
el Jaibo, inyectándole su dosis de heroína. Mientras a Pupa se le
pasaba el efecto, la mujer la cachondeaba en el asiento de atrás, y ya que se
le pasaba el efecto, abría la puerta, arrojándola en cualquier sitio.
Meses después, Pupa reconocía a la mujer
con el mote de la Potranca, su única fuente de abastecimiento
de heroína, abocada ahora a venderle la droga a precio de oro. El modesto
sueldo que ganaba en la farmacia era insuficiente para solventar las exigencias
de su afección. De allí, Pupa empezó a prostituirse con clientes
selectos, recomendados del líder petrolero. Repelar era imposible: un sudor
frío, alternado con un dolor indescriptible de articulaciones y huesos,
acompañado de un moqueo incesante («Ya traís tu moco de pavo real», le
decían), eran más que suficientes para convencer a Pupa de que al Rey
había que obedecérsele, como corderito. Si no, ahí estaban la Potranca y el
Jaibo para recordárselo a punta de golpes.
Fuera de la obligación de acostarse por dinero
con alguien, el abuso y el maltrato recibidos eran más o menos los mismos, exceptuando
las veces en que al Rey se le ocurría mantenerla en forzosa abstinencia,
hasta no verla al borde de la locura. Al final, riendo, llamaba a la Potranca para que
le administrara su arponazo de chiva. Luego, le ordenaba que le quitara
los zapatos y los calcetines, y, carcajeándose, decía:
—Ora
béseme las patas, cabrona.
Sin demora, con alucinado frenesí, Pupa le
chupaba el dedo gordo del pie. Con eso mataba de placer al Rey, que
terminaba por volver con su cantaleta de «¡Ay, ay, ay, Diosito!¡Qué rico, me
vengo! Jaibo, Jaibo, ven. Méteme el leño, cabrón». La música de
José Alfredo, amenizando, irrumpía:«¡Siempre caigo en los mismos errores!». Como
premio de consolación, el Rey
solía administrarle a Pupa un patín en las costillas, acompañado del
consabido «¡Pinche puta!».
Uno de esos días, Pupa empezó a sentirse
livianita, livianita, flotando dentro de una densa bruma verde. Un segundo
después, viose desde arriba, tirada a los pies de Rentería, que, desnudo de la
cintura para abajo, lloriqueaba, abrazado del Jaibo, haciendo señas
hacia ella, que estaba como muerta; en tanto, la Potranca preparaba
una solución con agua destilada y vil salde cocina, y se la inyectaba a Pupa
en el brazo.
Desde la nube en que flotaba su cuerpo astral, Pupa
veía las cosas como hechas de cartón. Tres torpes marionetas se movían ahí
abajo, como títeres de feria: Rentería, ridículo, aparecía todavía con el
consolador ensartado en el culo, dando instrucciones a dos mequetrefes, de la
calaña del Jaibo y de la Potranca,
moviéndose muy chistoso en rápida secuencia.
Pupa miraba su cuerpo y sentía repulsión al notar sus
dientes arenosos, manchados de sangre seca. Le embargó un inmenso deseo de no
volver nunca más a esa roída vestimenta de cuerpo que llevaba. Quería estar ya
sin ese méndigo dolor que la madreaba tanto. Odiaba sentir sobre sus hombros la
pesadez del invisible fardo que cargaba a cuestas, minándole las ganas de vivir
a sus dieciséis años. Mil veces morir que seguir viviendo así.
—¡No, Pupa! Tienes que regresar a tu
cuerpo —oyó una voz de niño.
—¡Saturnino…! Si supieras lo a gusto que me
siento estoy segura de que no me pedirías eso.
—Tal vez, pero no es el momento.
—Es que…, es que me siento tan cansada.
—Lo sé. Esta es una prueba muy dura para ti.
—Por favor, ayúdame, Saturnino, así como cuando
era niña y me quitaste a la enana de encima, o como aquellas veces que
impediste que el Roque me hiciera daño con su cosa hedionda.
—Ya me enfadaron estos, no creas. Pronto les voy
a dar una lección. Pero apúrate a regresar a ti antes de que sea demasiado
tarde.
Pupa volvió del ensueño a la pesadilla de siempre. Iba
trastabillando por la acera; la
Potranca la llevaba agarrada del brazo, encaminándola a
casa. En el ínter, la mujeruca le confesó:
—¡Apa!,
sustito el que le diste al patrón, muchachita. En serio, lo hiciste que se
cagara en el sillón.
Después de aquella visión, una indescriptible
fuerza interior nunca vista se apoderó del alma de Pupa, al grado de
poder controlar sus ansias por la droga. A la par, había ido con el médico y
obtenido el diagnóstico de su situación. Empezó a someterse a tratamiento. Su
madre se aleccionó en la aplicación de inyecciones y sueros, que tenía que
administrarle durante los períodos de crisis. Por las noches, luego de que
llegaba del trabajo, Pupa se daba un baño caliente de tina en un mejunje
de hierbas que una curandera le había recomendado a su madre. Cuando a la chica
le entraba la desesperación, doña Consuelo, haciendo las veces de masajista,
ponía a su hija en un canapé envuelto con sábanas blanquísimas y le pasaba
suavemente una botella vacía sobre cada músculo engurruñado de su cuerpo. No
descansaba con aquella cosa de vidrio hasta no haber amansado cada nervio de la
espalda y cuello de su muchachita, volviéndolos dóciles y suavecitos como una
hogaza de pan.
Así fue como se recuperó Pupa.
Para mantener retirados de su persona a Rentería
y sus compinches, se puso de novia de Benjamín Colores, con quien finalmente se
casó un 8de mayo, día en que se conmemora el fin de la Segunda Guerra Mundial
en Europa.
Llevaba cuatro meses de embarazo. Solo volvió a
saber de Rentería por las reseñas de prensa que hablaban de las canonjías y prebendas políticas alcanzadas por la cúpula del
sindicato petrolero, indicativo signo del gradual afianzamiento en el
poder del grupo sindicalista de La
Quina, el
hombre de Ciudad Madero.
Pupa no estaría para presenciarlo, pero años más
tarde el Rey sería eliminado por sus enemigos políticos, lanzándole un
tráiler encima de su coche cuando iba por una de las carreteras de Tamaulipas.
De los secuaces de Reynaldo Rentería, no volvió a saber hasta varios años
después, en circunstancias muy especiales.
IV
A instancias de la mucama, Octavio fue a visitar
a Stan en su cuarto, encontrando cobijas y sábanas desperdigadas en el piso. El
estadounidense lucía patético, con cara de espanto, tirado a todo lo largo y
ancho de la cama, sumido en total postración. A un costado suyo, se encontraba
semiabierto el libro con el poema “Muerte sin fin”. El gringo le contó lo que
le había pasado. El estado de indefensión en que se encontraba su amigo hizo a
Octavio Aguirre recordar a su hermano muerto.
—Ánimo, Stan. Te ayudo a vestirte. Vamos a mi
cuarto para que Matilde arregle el tuyo —dijo Octavio.
Ambos fueron esa noche a casa de la novia de
Aguirre, que vivía por avenida Coyoacán. Para 1972, Silvia Paredes —divorciada
de un maestro de inglés llamado Luis De La Vega— ya era bailarina de la primera compañía del
Ballet Folclórico de México y viajaba muy seguido por todo el mundo.
Después de que Silvia y Octavio se fundieron en
un prolongando beso, la mujer los hizo pasar, festiva, y se llevó de una mano a
Octavio a la sala; ya allí, la chica lo soltó, dio unos pasos hacia delante,
hizo un giro teatral sobre sus pies y, levantando las manos, dijo:
—¡Qué guapo te ves, Octavio! —y se lanzó de
piernas abiertas sobre la cintura de su amado, que la cachó por el trasero;
enseguida, el chico empezó a dar vueltas a mitad de la sala con la mujer
encima.
—Pensé que no ibas a venirte de Mazatlán ahora
que te hablé de San Francisco —comentó la chica, empotrada en su novio, casi
flotando por los aires.
—¡Pero cómo ño, cosita mía!—respondió el
joven.
Exclamó Silvia:
—Te traje un regalo que te va a encantar.
Silvia aparentaba mucho menos edad que Octavio, a
pesar de ser varios años mayor que él. Tal vez la praxis de un arte como el de
la danza haga de bailarinas y bailarines unos verdaderos tragaaños.
En vez de invitarlos a sentarse en la sala, la
chica pidió que la acompañasen a la cocina, ubicada a un costado de la puerta
de ingreso al departamento, donde estaba preparando un filete de res, horneado,
para cuatro comensales. Les sirvió un poco de vino helado y anunció el pronto
arribo de su otra invitada.
—Vas a ver que Mireya te va a caer muy bien
—Silvia le advirtió a Stan—: ¡Ah!, pero no le gusta que la llamen así, sino Pupa.
El chico la miraba con ojos ausentes y oídos
sordos, inmerso en indescifrables pensamientos.
A los quince minutos, Pupa Monfort y Stan
Evans eran presentados con un apretón de manos que echó chispas, obligándolos a
separarse de manera instintiva. A Pupa el rostro de Stan le resultó
familiar, y desde que lo vio no dejó de preguntarse dónde podía haberlo conocido.
Durante la cena, Pupa platicó que se había
casado muy chica, que tenía un niño a punto de cumplir cinco y una beba de
tres, que el presidente Echeverría había mandado a su marido a Houston a
trabajar en el Instituto Mexicano de Comercio Exterior, recordando la etapa que
vivió en Dallas, sitio que no le había gustado mucho a raíz de la actitud
discriminatoria de esos vaqueros panzones, culo de ratón, llamados tejanos.
Finalmente, aclaró que, terminada la cena, tendría que irse, porque había
dejado a sus niños encargados con su hermana; así que de antemano ofreció una
disculpa.
Acabando de comer, Pupa sufrió un vahído
y, en lo que Stan se abalanzaba en su auxilio, como un resorte, la chica cobró
compostura y se irguió de la silla con los ojos cerrados, volteando hacia todos
lados, como si aún a ciegas pudiese reconocer el entorno. De pronto, de su
garganta surgió una voz masculina que, dirigiéndose a Stan Evans, dijo:
—¿Dónde dejaste a tu hermano
José?
Todo el mundo se vio a la
cara.
—¡Qué, qué, qué…! Pero si esa voz no es la de Pupa
—exclamó Silvia.
—Te hablo a ti, Stan Evans, ¿dónde dejaste a tu
hermano José? —dijo aquella voz grave, surgida de boca de Pupa, que permanecía con los ojos
cerrados.
—¡Yo no tengo ningún hermano José!
—Tendrás que acompañarme a verlo; necesita que le
devuelvas las claves que te entregó —dijo la voz de manera imperativa.
—No sé de qué me está hablando, señora… ¡Y no
pienso acompañarla a ninguna parte!
—No te confundas. Esta mujer no es ningún
ventrílocuo. Me he apoderado de su cerebro. Quien te habla es Lashka. Tienes que entregarme la moneda
ovalada que te dieron en Teotihuacan… Esa moneda nos pertenece.
—Si es por eso, no hay ningún problema. Ahora
mismo se la doy—e hizo el intento de sacar la cartera del bolso trasero de su
pantalón, donde guardaba la moneda en uno de sus compartimentos; pero, sin
embargo, no pudo hacerlo. Sintió como si una fuerza superior sujetara su
billetera desde adentro de la bolsa del pantalón.
Stan miró azorado a sus acompañantes y dijo,
tartamudeando:
—¿Qué pasa aquí?
Silvia, durante ese trance, alcanzó a escuchar al
oído la susurrante voz de un niño, diciendo:
—Dile que no se la dé.
—No se la dé, Stan —Silvia ordenó. Luego, se
dirigió envalentonada hacia aquella voz—: A ver, díganos, ¿qué es lo que quiere
de nosotros?
—¡Lo que quiero es que me acompañen al Valle de
las Monjas! —exigió el estertor macabro.
—Creo que ese sitio está por el Desierto de los
Leones, ¿o no?—Silvia preguntó.
—Sí, yendo a la Marquesa —Octavio repuso,
meditabundo, sereno.
—Entonces, ¡vámonos! —ordenó la voz que hablaba a
través de Pupa.
Desconcertados, los jóvenes se miraron a la cara.
En tanto, la voz repuso:
—Esto no es un juego. Aquí hay que obedecer, porque,
de no ser así, voy a estrellar la cabeza de esta mujer en la pared. Y si se
muere aquí, para la Policía, nadie más, más que ustedes serán los responsables.
De ahí, Pupa se incorporó y empezó a azotar
su cabeza contra el muro. Al tercer golpe, brotó un chorro de sangre de su
frente. Stan se abalanzó sobre ella, tratando de impedir aquella acción, pero
fue rechazado de un manotazo, como de índole sobrenatural, que lo mandó al
suelo.
—¡Basta, basta! Yo lo acompaño. Pero deje de
golpearla —Stan acertó a decir.
Silvia y Octavio, espontáneos, se mostraron
solidarios con su compañero.
—Así está mejor… Y para que vean que soy
condescendiente, voy a controlarle la hemorragia —y dijo la voz, refiriéndose a
Pupa—: Si quieren vendarle la herida, háganlo. Mientras me acoplo a su
materia, no podré abrir los ojos, así que uno de ustedes tendrá que llevarme
del brazo. No quiero que traten de pasarse de listos, haciéndome una mala
jugada, pues antes de que eso ocurra yo la estrangulo… Y por si no lo creen, es
mejor que lo sepan desde ahora —dijo aquella voz, que había afirmado llamarse Lashka.
Entonces, Pupa empezó a toser y se escuchó
como un desgarramiento en su garganta. Se puso morada, presa de un dramático
pataleo, muriendo de asfixia.
—¡En caridad de Dios, párele, por favor! Vamos a hacer
lo que usted diga —Silvia exclamó, al borde de la histeria.
Automáticamente, aquella acción cesó y Silvia se dispuso
a ponerle a Pupa unas banditas en la herida de su frente.
Eran alrededor de las 10 de la noche cuando los
cuatro se treparon en el Volks de Silvia. Octavio se puso al volante y
Silvia dio paso a que Stan y Pupa se instalaran en el asiento trasero
para luego acomodarse ella adelante, al lado de su novio, y así iniciar la
marcha hacia la salida a Toluca.
Rumbo al Desierto de los Leones, la voz estentórea rompió el silencio, avisándoles que
dentro de poco ingresarían por un camino a la ladera de un cerro por donde
penetrarían hasta llegar a un molino de agua, frente a una cabañita. Les dijo
que ahí vivía un joven de nombre Salomón, que estaba a la espera para
conducirlos al otro lado del arroyo e instalarlos al pie de la montaña plagada
de pinos.
En efecto, un joven con sombrero ranchero y
chalequillo de piel forrado de lana, quien dijo llamarse Salomón, salió de la
cabaña con un candil en la mano y, solícito, les indicó el sitio más seguro
para estacionar el coche. Los encaminó por el puente hasta llegar a un
improvisado tapanquillo, situado al fondo del claro del bosque donde iniciaba
el pinar que cubría los cerros. Luego, los ayudó a traer heno seco de adentro
del bosque para acomodarlo sobre el piso de aquella improvisada cubierta de
barrotes de madera, quizá construida por los pastores del lugar para guarecerse
de la ventisca y el frío. Asimismo, el buen hombre los previno de lo peligroso
que era caminar a oscuras más allá de cincuenta metros hacia enfrente del sitio
en el que habían acampado, porque allí se encontraba una hondonada como de
cinco metros de profundidad por donde pasaba el arroyo, haciéndoles notar que
el único acceso al claro de ese bosque era precisamente el puente por donde
habían cruzado para acampar. Finalmente, les dejó el candil para que se
alumbraran y se perdió entre la penumbra.
De improviso, Pupa cayó al suelo,
desmayada, y poco después se recuperó sollozante, diciendo:
—¿Dónde estoy…? ¿Qué ha pasado…? ¡Mírenlo! —apuntó—.¡Está
allí parado, riéndose…!¡Ese hombre me va a matar, Padre santo, me va a matar!
No se veía nada en la oscuridad; una fuerza
terrible flotaba en el ambiente y los oídos de los ahí presentes zumbaban como
si trajeran turbinas encendidas dentro de sus cabezas. Una sensación de
inevitable pánico palpitaba en sus corazones.
—¡Pupa, Pupa, cálmate, somos
nosotros! —Silvia dijo—. ¡Hay que largarnos de aquí, pero ya!
Más tardó en decir eso que Pupa en ser
arrastrada por los suelos, presa de una fuerza invisible que la jalaba con
rapidez hacia la hondonada del arroyo. Stan la asió de un tobillo y, de
rodillas, también fue arrastrado junto con ella.
—¡Estamos atrapados! —gritó Octavio.
—¡Mentiras, mentiras! No es cierto. No nos vamos
—refutó Silvia, con un dejo de infantil arrepentimiento, y, como acto de magia,
la situación volvió a la normalidad.
Lograron medio tranquilizar a Pupa, explicándole luego lo que había
sucedido.
Pupa empezó a recordar lo visto durante la cena:
—Volví a ver a esa enana que se me aparecía de
chica. Estaba sentada en el hombro de usted, Stan. Después, sentí una terrible
descarga eléctrica en la nuca y empecé a caer velozmente al vacío. En la caída,
me di cuenta de que con solo desearlo podía controlar mi vertiginoso descenso.
Y luego fui bajando lentamente por el vacío hasta tocar fondo y pisar sobre una
arena brillante, donde con mis manos estuve escarbando hasta llegar a un ataúd
de cristal irrompible. Usted estaba adentro de ese ataúd, tratando
desesperadamente de salir—le dijo a Stan—. Yo empecé a golpear el cristal, como
loca, con la intención de romperlo y sacarlo de allí, pero no pude. Después,
escuché a mis espaldas como un galope y volteé, mirando que venía hacia mí un
hombre a caballo. Iba vestido a la usanza de los antiguos hunos. De pronto, me
levantó de los cabellos y me terció en su montura, y siguió galopando. ¡Yo me
golpeaba la cabeza no sé dónde!, hasta despertarme en medio de esta penumbra…
Tengo mucho miedo —Pupa dijo, titiritando. Luego, repuso—: ¡Miren, está
parado allí, junto a aquel árbol!
Nadie acertaba verlo hasta que a Octavio se le
ocurrió cerrar los ojos.
—¡Lo estoy viendo…!¡Con los ojos cerrados lo
estoy viendo! Es cierto lo que dice Pupa, está parado en esta dirección.
Es un guerrero mongol.
Según la descripción de Octavio, era un hombre
enorme, de tipo mongoloide y ralos bigotes; incluso, dijo que se le hacían unos
hoyuelos en las mejillas cuando carcajeaba, cimitarra en alto, gritando: «¡Pichka,
pichka!».
—¿Y qué es pichka? ¡Dígame! —Octavio
gritó, poniéndose las manos en las sienes.
—¡Pichka es muerte! —respondió el hombre,
con idéntica voz a la escuchada a través de Pupa.
—A poco no lo escuchan… Es la misma voz que hemos
venido oyendo —Octavio dijo.
—¡No! —Stan exclamó.
—¡Qué curioso! —repuso Octavio—.
Estando con los ojos cerrados, puedo escucharlo y verlo perfectamente bien.
Pero ahorita que los abrí, dejé de verlo.
—¿Ya ven que es cierto lo que digo…? ¡Nos quiere
matar, muchachos…! ¿En serio que ustedes no oyen lo que dice? —Pupa
inquirió a Silvia y a Stan.
—¡No! Al menos yo no —Stan repuso.
En cambio, Silvia asintió:
—Yo empiezo a escuchar la voz, pero la escucho
muy lejos y no puedo verlo por más que quiera.
Una fuerza insólita empezó a mover los árboles,
haciéndolos crujir. La voz siniestra volvió a apoderarse de la mente de Pupa, ordenándolesque permanecieran en
calma, porque pronto irrumpiría en el lugar su gran Dios: Talai. Enseguida,
salió de la mente de Pupa para desaparecer en la espesura del bosque.
Pasaron como dos horas de quietud. El frío
arreció y Pupa y Stan se quedaron dormidos de cansancio, mientras Silvia
y Octavio permanecían expectantes, agazapados en un rincón de la covacha.
Stan vio en sueños que iba cuesta arriba por el
bosque de pinos, enfilándose por un sendero en el que encontró a Pupa
secreteándose con un niño:
—Pupa, pero ¿qué hace usted aquí? —Stan
dijo.
Mientras tanto, el acompañante de la joven, un
chiquillo regordete, como de seis años, vestido con un cotón que le caía
abajito de las rodillas, atajaba:
—¡Shhh! Baja la voz, mensolín; ¿qué no ves que si
nos descubren los matan a ustedes y a mí me encierran en un calabozo oscuro?
Ante el asombro de Stan, el chiquillo repuso:
—¡Ey, ey!, despierta. Pon atención. Mi nombre es
Saturnino y soy amiguito de Pupa, y estoy aquí para ayudarlos. Pero pon
atención a lo que te voy a decir. Fíjate bien, voy a darte esta arma que se
llama boleen, porque les
va a servir para que se defiendan de esos feos, pero como tú no ves ni oyes cuando
los atacan, para usar esta arma tendrás que valerte del oído de Silvia, de la
vista de Octavio cuando cierra los ojos y de lo que te diga Pupa de
todas las cosas que le he enseñado.
Enseguida, el niño Saturnino
envolvió el boleen en un paño de seda morado y lo colocó en el abdomen de
Stan, desapareciendo de su vista. Se trataba de una pequeña daga curvada, con
incrustaciones de piedras preciosas en su filo; herramienta mágica que se
consagra al corte de las yerbas sagradas o curativas dentro de la Antigua
Religión.
—Esa arma que te entregué solo la podrán usar Pupa
o tú, nadie más —el niño le advirtió al joven, reponiendo—: Consérvala muy bien,
porque es la que les va a salvar la vida. A toda costa, van a tratar de
quitarte unas claves muy importantes que nuestro hermano José guardó dentro de
ti. Son de papá Dios, y él decidió que tú las tuvieras. Nuestros enemigos saben
que tú las tienes, pero no están seguros de si esas claves están en la moneda
que te dieron o en qué parte de tu cuerpo están escondidas. Ponte listo, porque
si consiguen arrebatártelas la humanidad estará perdida para siempre.
Luego, el chiquillo agregó:
—¡Ah…! Y no se crean lo que les dijo el greñudo
ese del Lashka de que va a venir a visitarlos su mentado Dios Talai;
quien sí va a llegar al rato es un gordinflón con muchos ojos en el cuerpo.
Viene a quitarles lo que ustedes ya saben…Platiquen con sus compañeros sobre
esto que les he contado y pónganse de acuerdo entre ustedes para defenderse.En
cuanto vean al gordo, tú rápido te pones la palma de la mano en el ombligo y de
inmediato sentirás el boleen en tu puño. Basta con que lo lances hacia
el sitio donde te indiquen tus compañeros para que des en el blanco. Solito el boleen
regresará a ti, como un bumerán. Eso tú lo vas a sentir. Cualquier nuevo plan
que tengamos que hacer de aquí en adelante, yo les voy a avisar a través de Pupa
cómo van a estar las cosas para que así no los agarren desprevenidos.
¿Entendido?
—Pero ¿no se nos olvidará este sueño en cuanto
despertemos? —Stan inquirió.
—Entonces dejarían de ser lo que son…, unos simbrióticos
—dijo Saturnino, desapareciendo sin dar tiempo a Stan de preguntar qué quería
decir con la palabra simbrióticos.
Al despertar, Pupa y Stan se miraron a la
cara para luego fundirse en un abrazo solidario.
—Te acuerdas de todo, ¿verdad? —Pupa
comentó.
—Sí, sí, me acuerdo perfectamente bien de todo —Stan
remarcó.
Les contaron a sus amigos su revelación expuesta
en sueños por el niño Saturnino.
Para comprobar lo dicho por el pequeño, Stan se
puso la palmaen el ombligo y de inmediato sintió el boleen en sus manos,
la daga con la que se defenderían de cualesquier intruso.
En el ínter, Octavio había permanecido con los
ojos cerrados, pudiendo constatar, también, la existencia del boleen.
—¿Oyeron ese ruido, muchachos? —Silvia acertó
decir.
—¡Está temblando! —Stan respondió.
De súbito, como a quince pasos de donde se
encontraban instalados, surgió del interior de la tierra un hombre gordo y
pelón, con un centenar de ojos pegados al cuerpo, escrutando sin control en
todas direcciones. Y desde el mundo astral, a Stan le ordenó:
—¡Tú, Rosas Este Rivera, dame las claves que tu
hermano José te dio!
—¡Dios mío, qué hombre tan feo! —Pupa
dijo, sorprendida, dándole por rezar—: Padre nuestro que estás en los cielos…
—Stan, una voz te está llamando con un nombre de
mujer, exigiéndote que le des unas claves —Silvia repuso.
—¿Cuáles claves…? Dile que yo no tengo nada.
—¡Prepárate! Viene hacia nosotros —Octavio
advirtió—. Está como a ocho metros, a tu izquierda.
Stan puso su mano a la altura del ombligo y con
fuerza lanzó el boleen sobre aquel camastro de hombre, a punto de
lanzarse sobre ellos desde el plano astral.
Habiendo sido lanzada el arma un tanto abierta
respecto del sitio donde se encontraba su objetivo, el boleen dio un
giro violento, golpeando la cabeza del monstruo, que cayó fulminado al suelo.
La multiplicidad de ojos pegados al cuerpo reventó uno a uno como la clara
frita del huevo sobre la manteca ardiendo, hasta que el horrible injerto quedó
fundido en la tierra, asemejando un plástico achicharrado.
Apenas ocurrido esto, comandados por Lashka, de la espesura salió una multitud
de guerreros vikingos, de mujeres amazonas, de guerreros zulúes e islamitas, y
de monjes budistas, armados hasta los dientes. Cerca de Lashka estaba un
hombre que era una réplica de él mismo, al que Lashka le dio una orden,
gritando:
—¡Larki, por la retaguardia!
Este último tan solo se diferenciaba de Lashka
por sus sienes tachonas con trencillas en el pelo, además de portar una
rodela en su brazo izquierdo.
Al primer intento de embestida de aquel ejército,
el joven Stan volvió a lanzar el arma. El boleen empezó a girar en torno
a los muchachos, despidiendo en su trayectoria chispas de luz. Paulatinamente,
iba expandiendo sus giros sobre el horizonte, abriéndose en forma de espiral,
hasta empezar a fulminar a los agresores que se encontraban a su paso. Los
demás se dieron a la fuga en franca desbandada. Después, el boleen retornó
hacia el joven Stan, guareciéndose en el interior de su vientre.
Empezaba a amanecer y, rumbo al puentecillo del
molino, Octavio, con los ojos cerrados, divisó a lo lejos una criatura rodando
un aro con un palito, que venía jugueteando en dirección a ellos. Pupa
en todo momento supo que ese era Saturnino en el plano astral; en cambio,
Octavio, a raíz del cotón que vestía el chiquillo, lo confundió con una nena
—¿Ya viste a esa niña que viene hacia acá? —Octavio
le preguntó a Pupa.
Pupa sonrió sin decir nada. Cuando la fisonomía del
personaje se hizo predecible, Octavio rectificó, mientras señalaba, riendo:
—Ese niño parece un loquito con ese cotón.
Cuando el chiquillo llegó hacia ellos, dijo,
burlesco:
—¡Híjoles! ¿Ya viste Pupa cómo se fueron
corriendo los collones esos? —y luego, dirigiéndose a Octavio, señaló—: Ya oí lo
que me dijiste, grosero. ¿Verdad, Pupa, que no soy un loquito?
Octavio le ofreció una disculpa y sonrió junto
con Silvia por la actitud del chiquillo.
—Entonces, ¿qué…? ¿Vencimos o no? —Stan reparó,
impaciente, mirando a sus amigos sin saber realmente qué estaba sucediendo.
Con el fin de que Stan pudiese escuchar sus
palabras, enseguida Saturnino tomó la mente de Pupa, informándoles que
pronto volverían a atacar. De inmediato, anunció la presencia de un tal Rassma
Trudi, revelándoles que
dicho ser fungiría como el guía espiritual que los conduciría a buen puerto
durante el duro trance en puerta. Y con el fin de disipar las dudas de Stan en
torno a su supuesto hermano José, aclaró que Rassma era reconocido
dentro del mundo espiritual con el nombre de José y que era él quien le había
confiando las claves para su resguardo.
Tras salir Saturnino de la
mente de Pupa, al poco tiempo vieron a un hombre que salía de la espesura del
bosque, en compañía de tres personas; dos de ellos tenían estampa de ascetas
hindúes, y en su momento dijeron llamarse Gauli y Yorart; estaban semidesnudos, en
taparrabos. El tercero se llamaba Yara y era idéntico a Stan, con quien
tan solo se diferenciaba por una cicatriz en el rostro, que corría desde la
mitad de la ceja hasta un tercio de la mejilla; venía vistiendo una chilaba. Rassma
Trudi llevaba puesta una túnica traslúcida de un material más fino que la
seda y una toga terciada al pecho.
Estando Rassma posesionado de la mente de
Pupa, Octavio le preguntó a este por qué Stan y Yara se parecían
tanto.
—Es que ellos no solo son hermanos espirituales,
sino gemelos. En cambio, yo solo vengo siendo de ustedes un hermano espiritual.
Luego, explicó que los maestros Gauli y Yorart
aún permanecían encarnados en algún lugar de la India. Del hermano Yara, dijo que, en su fase femenina, era
una figura adorada dentro de la religión yoruba, y que por eso era un personaje
de muy alto rango en el mundo espiritual.
Rassma,
dirigiéndose a Stan, aclaró:
—Es por eso que tú, Rosas, eres el portador de
las claves que por órdenes de nuestro Padre Creador yo te encomendé, las cuales
túme devolverás cuando yo las necesite.
—¿Rosas…? ¿Y por qué me llamas así? —replicó el
joven.
—Es que Rosas Este Rivera es el nombre con el que
se te conoce en el mundo de los simbrióticos; es decir, en el mundo de
los que estamos directamente relacionados con el Espíritu Creador— Rassma
manifestó.
Eran la 12 del día ya. Se llevó a cabo una
ceremonia de iniciación y desde el mundo etéreo Rassma sacó de un morral
doce velas e incienso de estoraque que luego, a través de las manos de Pupa, se materializaron ante la vista de los jóvenes. Pidió a
Silvia que fuera al molino por algo de agua, diciéndole que encontraría allí en
qué traerla. La joven regresó al rato con una jícara llena del preciado
líquido.
De las manos de Pupa, que servía de
médium, surgió, además, un pomito con una sustancia que olía a alcohol y a
esencia de clavo, que untó en las palmas de las manos de cada uno, advirtiendo el
santón a los chicos que aquella sustancia ardería en su piel y que, llegado ese
momento, habrían de apagar el fuego palmeando ambas manos a la altura del
pecho.
Aquel ente espiritual miró hacia el Sol y bendijo
el agua, dando un sorbo a cada uno, percatándose los chicos de que el líquido
se había trasmutado en vino sutil. Del Sol se desprendieron dos esferas de luz
color naranja que bajaron hasta posarse en las copas de los pinos. Aquellos
hombres se postraron de bruces, diciendo que era la luz del Padre Celestial la
que estaba presente. Los muchachos asociaron dicho fenómeno con la mismísima
presencia de Dios, cayendo de rodillas, bañados en lágrimas de dicha y
agradecimiento.
Terminada la ceremonia, se anunció a los jóvenes
que vendrían otras difíciles pruebas por superar, de modo que se les recomendó
que estuvieran muy pendientes, porque lo más seguro era que los gemelos Lashka
y Larki volvieran a atacar, pero con más virulencia.
Los muchachos emprendieron el retorno, llegando,
de paso, a la cabaña, a devolver el candil al diligente Salomón.
Sorpresivamente, descubrieron que el sitio estaba derruido y por su ostensible
deterioro era evidente que esa casa había sido abandonada desde hacía muchos
años.
—¡Vámonos de aquí! No indaguemos más —Pupa
exclamó.
Y así, partieron rumbo a la ciudad.
V
Pupa
recogió a los niños en casa de su hermana y de ahí partieron rumbo a su
residencia en la calle Fundidora, frente al parque María Luisa, en Vallejo.
Llegando a casa, encontraron a Lupita, la encargada de cuidar a los niños,
esperando afuera. Había llegado de Toluca a mediodía, después de visitar a sus
padres el fin de semana.
—¿Por qué no te llevaste la llave, Lupita? —Pupa
inquirió.
—Es que pensé que usted no iba a salir, señora.
Pupa no quería quedarse sola con los niños y Lupita, por
lo que pidióa sus compañeros que mejor no se fueran. Silvia avisó a su trabajo
que se sentía indispuesta y no fue a los ensayos de la compañía en Bellas
Artes.
Se advertía preocupación y cansancio en los
rostros. Pupa trató de distraerse jugando con sus hijos; los demás
tomaron una ducha y cayeron rendidos: Stan se quedó dormido en el sofá de la
sala; Silvia y Octavio se fueron a una de las recámaras desocupadas.
En ese lapso, Stan soñó que caminaba, de noche,
por una calzada adoquinada, a cuyos lados había unos pedestales que portaban bustos
de bronce herrumbroso. La angosta avenida desembocaba en una casa de dos
plantas. Las puertas y ventanas del primer piso estaban clausuradas y solo se
podía entrar por una escalera exterior, recargada sobre el quicio de una
buhardilla, en el segundo piso. Subió la escalera y penetró por la buhardilla
que daba a un pasillo estrecho que iba a entrecruzarse con el túnel de una
mina, como si aquella segunda planta diera, en realidad, a un punto debajo de
la tierra.
Se asomó al túnel y, cuesta arriba del corredor,
escuchó un estruendo desde la oscuridad: era una vagoneta motorizada que se
detenía frente a él y venía tripulada por un chino de trenza, cuya cabeza era
cubierta por un salacot que le tapaba el rostro hasta los ojos. El chino lo
invitó a subir con un ademán y partieron cuesta abajo hacia las profundidades
de la tierra. Un quinqué empotrado en la parte delantera del vehículo
semiiluminaba la oscuridad. Siguieron un buen trecho por aquella angosta
galería, que fue ensanchándose gradualmente por el costado izquierdo hasta
convertirse, pasando una curva, en un amplio recinto lateral, donde estaba
instalado un laboratorio, tapizadas de vitrinas sus paredes, en las que se
guardaba una inmensidad de frascos llenos de todo género de órganos humanos. En
el ínter, llamó la atención de Stan la permanencia de un hombre atareado,
trabajando allí. Era un tipo barbicerrado, de gafas redondas de carey, que
vestía un levitón a la usanza del siglo diecinueve; parecía como si aquel
personaje se hubiera quedado atrapado en el tiempo. Stan notó, asombrado, que
también él vestía de ese modo.
La travesía terminó en el interior de una iglesia
vacía, de tipo románico, con una inmensa nave rectangular. Vio que en el altar
mayor se encontraba de pie un hombre de cabellera albina, como de nueve metros
de estatura. Era un gigante de túnica nacarada, que desde el fondo hizo
retumbar la iglesia con su voz:
—Rosas, por fin has llegado. Te he estado
esperando por largo tiempo, hijo mío. Ven a mí, no temas.
Mirando a sus espaldas, Stan se percató de que el
chino del salacot había desaparecido. Se encaminó con paso seguro hacia el
altar mayor, donde el gigante esperaba con los brazos abiertos. Yendo a la
mitad del recinto, de súbito, surgieron de todas partes hordas de energúmenos
cubiertos con yelmos y cascos con ventalles que, armados de ballestas, facas,
tridentes y yataganes embistieron al titán. En minutos, lo cercenaron, brotando
de su cuerpo una abundante sangre azul que se esparció sobre los blanquecinos
mármoles del piso donde el gigante yacía, chapoteando en ella, presa de dolor.
En un santiamén, el cuerpo del titán quedó
destazado en medio del recinto. Luego de cortar su enorme cabeza y de subirla
sobre un armatoste con ruedas, los feroces guerreros emprendieron la marcha
como si llevasen un lechón en bandeja de plata, con las pupilas entornadas y la
lengua saliente.
Durante el dantesco trance, Stan fue tomado del
brazo por una mano desconocida que se ocultaba tras una almalafa, sacándolo del
recinto por una puerta lateral que llevaba a un atrio donde se encontraba un
cementerio parroquial. Caminaron entre las tumbas hasta llegar a una lápida, y
desde adentro de aquella capucha moruna emergió una voz de mujer, diciendo:
—¡He aquí los restos de tu última encarnación,
Stan Evans!
En la lápida había la siguiente inscripción: «Andreas
Piliatino (1864-1915)».
Cuando despertó, el joven encontró a Pupa,
a un costado, dispuesta a limpiar con un paño el sudor que le rodaba por la
frente hasta llegar al entrecejo.
VI
A la semana, Silvia Paredes tuvo un altercado con
unas de las favoritas de Amalia Hernández, directora de la compañía de ballet, por
lo que fue expulsada del séquito principal de bailarines que conformaban la primera
compañía del Folclórico de México. Esa mañana, le habló a Pupa por
teléfono para darle la infausta noticia y quedaron de verse a las 5de la tarde
en el Café París de Reforma.
Allí, Silvia le relató a Pupa un sueño
tenido en días pasados, en el que luchaba a muerte con una enanita muy similar
a la descrita por Stan y por ella, a la que incluso lograba vencer en la
refriega y hacer que huyese, al tiempo que dicho esperpento le profería una
maldición: «¡Pronto perderás tu trabajo!¡Te lo juro!».
—Dicho y hecho, Pupa —resignada, decía
Silvia—. Lo peor es que no tengo dinero más que para dos meses. No sé qué voy a
hacer… Hasta he pensado recurrir a mi papá, pero con él, tú sabes, hay que
darlas… Y eso es algo que detesto y que ni yo misma puedo perdonarme. Además, Pupa,
quiero un friego a Octavio y no me gustaría que jamás en la vida se enterase de
eso…¡Tengo mucho miedo!
—No te preocupes —recomendó Pupa—, yo
tengo un dinero ahorrado, de lo que me ha mandado Benjamín. De algo te ha de
servir mientras consigues trabajo. Pero, por favor, Silvia, ¡no te vayas a
acostar con tu padre! Te lo suplico…
—Claro que no. ¿Por qué crees que me casé con
Luis…? Desde entonces terminó la relación con mi padre… Y mira que el viejo ha
tenido la desfachatez hasta de llorarme… La verdad, Pupa, ese señor fue
para mí como un vicio abyecto que me costó mucho trabajo superar… ¡Pero lo
vencí, Pupa! Lo vencí. Hoy me siento más segura que nunca.
Sirviéndose de la mente de Pupa, se
escuchó una voz masculina, dulce y grave:
—No te asustes, Silvia. Soy yo, Rassma Trudi…
He escuchado lo que has dicho y de eso quiero hablarte. Lo siento, pero tienes
que contarle a Octavio todo lo que pasó entre tu padre y tú: ante Dios y ante
ti misma, es un deber moral que hay que cumplir… Sé que esta es una prueba muy
difícil para ti. Pero hay que hacerlo. Y es mejor que se lo digas tú antes de
que cualquiera de nuestros enemigos pueda decírselo, y en tu propia cara. Ya
ves con qué facilidad se posesionan del cerebro de Pupa. Sería
desastroso…,y más queriendo como quieres a ese joven. Yo sé lo que te digo,
hermana.
En tanto, Pupa, ajena, caminaba por un
bello sendero en compañía de Saturnino, que le pedía algo similar a lo que Rassma
le exigía a Silvia en nombre de Dios. En este caso, la situación era en torno
al asunto Rentería:
—Tú tienes que decírselo todo al gringuito. No te
hagas pato, Pupa; uno debe de ser legal. Además, ese va a ser el
compañero de tu vida —demandaba Saturnino a la chica.
Indistintamente, ambas mujeres habían manifestado
a sus interlocutores:
—¡No hay cosas más dolorosas en la vida de una
mujer que sufrir abuso sexual y el irrefrenable deseo de dar al hombre amado un
hijo que no se puede parir!
—¡Un hijo deseado con las entrañas yertas pesa
más que un hijo muerto!—en esa ocasión diría Silvia a Rassma.
Años antes, ella había perdido la matriz en un
aborto inducido.
—Sí —Rassma reafirmó, enigmático—, es que
ser mujer es como cargar a Cristo junto con la cruz… Pero ¿quién no te dice que
Dios, en vez de hombre, sea mujer?
Estando Silvia con Octavio a solas en casa, no
sin antes patentizarle lo mucho que lo amaba y lo tanto que le atormentaba la
idea de perderlo, sin más demora le platicó lo de su padre. Octavio quedó como
paralizado, con la mirada fija en el vacío. Por fin, dijo:
—Esto me lastima mucho, Silvia. Pero sé sincera y
dime una cosa… ¿Te gustó?
—Te quiero un chingo, Octavio. Pero no tiene caso
que te conteste eso.
—¡Oh, chingar…! ¡Te estoy haciendo una pregunta!
¡Contéstame…! ¿Te gustó? —Octavio la estrujó de los hombros.
—Solo te voy a decir una cosa, Octavio: eso me ha
lacerado el alma toda la vida. Es un dolor más profundo que el placer… Y piensa
lo que quieras, pero no voy a contestarte. Es mejor que te vayas, Octavio.
¡Vete, por favor…! ¡Te digo que te largues…,que me dejes sola con esta pinche
maldición!
Octavio, estando en casa de la Landázuri, se refugió en
su cuarto y se acostó boca arriba, con los ojos entrecerrados, volviendo a
revelársele la escena de la discusión con Silvia, pero de un modo distinto. Al
estar la chica contándole ese episodio tan triste de su vida, Octavio Aguirre
se percató de que de sus cabezas emanaba una energía densa, de un rojo quemado,
que lentamente fluía hacia un ser que flotaba sobre ellos, pegado al techo. El
cuerpo del humanoide disminuía o se agrandaba conforme la intensidad de energía
emocional recibida. El dolor ajeno lo sumía en profundo éxtasis.
La energía incandescente que se desprendía del
cráneo de los jóvenes penetraba al interior de aquel humanoide a través del
ano, dando la impresión de que los violentos choques emocionales que expedían
aquellas dos almas atormentadas estuvieran nutriendo a la perversa inteligencia
adherida al techo como una cachora.
Era uno de esos seres conocidos en el mundo
espiritual con el nombre de arcontes. Tenía una piel pustulosa, de un
amarillo verdoso, pegada al cuerpo como una cáscara. Comparado con un ser
humano, aquel engendro tenía brazos, manos y piernas al revés, y solo cuatro
dedos tachonaban sus manazas como de saurio. En la frente aparecía un sol
tatuado y la nariz no era visible, pues de allí despedía una luz intensa y
blanquecina. Sus pupilas ardían como dos tizones. De sus fauces emanaba un vaho
de color liliáceo. Su cuerpo carecía de sexo.
En aquella visión, el humanoide se esfumaba justo
en el momento en que Octavio salía, desconsolado, del departamento de su novia para
ir a refugiarse en casa.
Para Pupa la situación había sido muy
distinta. «¡Oh, poor baby!», dijo
Stan, estrechándola en sus brazos, cuando un día la chica, yendo entre los
árboles del Parque México, le habló al norteamericano del caso Rentería. Sin
pensarlo, llegaron a Insurgentes y desde allí observaron en una callecilla de
la colonia Roma un letrero luminoso que decía: «Hotel Campoamor».
Fue la primera vez que Pupa experimentó un
orgasmo; se sintió como transportada al interior del alma y del cuerpo de aquel
hombre: «Naufragando en el mar de tus venas, voy por el torrente rojo de tu
raíz enredadera, instante tras instante, recorro el país de tu cuerpo y miro al
mundo desde lo alto, ardiendo en el crisol de tus pensamientos, pero también lo
miro desde mero abajo, tras el cristal de tus uñas; de allí subo lamiendo tus
huesos y ese sexo tuyo que me hace temblar por dentro, sintiendo que voy a
desfallecer y que la vida se me va como el agua entre los dedos; emocionada,
enseguida penetro en lo hondo de tu corazón y me descubro dentro de ti como lo
que soy: tu mujer». En esa noche inolvidable, Pupa supo lo que una mujer
siente cuando después de hacer el amor queda dormida encima de su hombre; además,
supo lo hermoso que es despertar en la mañana, cobijada en los brazos del ser
amado, sintiéndose segura, protegida.
Octavio, en cambio, no quería comprender un
dilema cuyo desciframiento exige un cambio radical de nuestros paradigmas
morales. Esto se reflejaba en él en una pena moral que se exteriorizaba con un
dolor físico, punzante, que martillaba cada coyuntura de su cuerpo y de su
alma. Un mar de prejuiciosas y mórbidas conjeturas atosigaban su mente.
Inconscientemente, cerró los ojos y vio a una serpiente de fuego moviéndose
en zigzag por el firmamento, convirtiéndose luego en un hombre en llamas que lo
saludaba desde lejos, levantando una mano, al estilo black panther.
A una cuarta de su rostro, de repente, vio a un
sujeto de pie frente a él e instintivamente saltó hacia atrás, invadido de
sorpresa. El tipo estaba desnudo.
—Yo soy el
Encuerado —dijo—. ¿Qué es lo que te atormenta? Dime. ¿Acaso es el
hecho de que seas incapaz de perdonar o te azora que un pervertido haya seducido
a tu novia desde niña, siendo su padre? Si en el error uno conlleva el
martirio, también en el perdón radica la redención… Quiero que veas con tus
propios ojos lo que está sucediendo —dijo aquel hombre, de pelo entrecano,
barba corta y cerrada,con un aire similar a Georges Moustaki.
Asustado, Octavio volvió a
cerrar los ojos, viendo de inmediato a Silvia en su apartamento, desnuda
sobre la cama revuelta, con un espumarajo en la boca y un frasco de Valium
tirado en la alfombra.
Salió corriendo de su casa por Viaducto, en la
Escandón; pasó Insurgentes hasta llegar a avenida Coyoacán. En un santiamén,
llegó al Cine Xola y cruzó volando por el mercado de la esquina, recorriendo
hasta mitad de la cuadra siguiente para luego subir, como centella, las escaleras
del edificio donde vivía su novia. A empellones, abrió la puerta de su
departamento y encontró a Silvia inconsciente en su recámara, pálida y fría.
Llamó a la Cruz Roja. A Silvia le practicaron un
dolorosísimo lavado de estómago y le pusieron sendas botellas de suero en ambos
brazos… Finalmente, se salvó.
VII
Pupa y Stan organizaron una sencilla tertulia casera
el día en que se matrimoniaron Silvia y Octavio. Por primera vez hubo un
intercambio de impresiones sobre los acontecimientos acaecidos. Stan contó el
sueño del túnel por donde bajaba a una especie de mina, en la que se había
encontrado a un hombre con anteojos de carey y levitón, concentrado, trabajando
en un laboratorio oculto debajo de la tierra. Asimismo, habló de la iglesia
donde hubo visto al titán cercenado por unos aguerridos hombres que terminaron
por llevarse su cabeza. Los demás compañeros, en cambio, comentaron sobre la
experiencia mística tenida cuando conocieron a Rassma y a sus
acompañantes.
Al tocar ese punto, sus almas quedaron invadidas
de una especie de furor místico, coincidiendo todos con la idea de que Dios,
Nuestro Señor, los había reunido a todos para llevar a efecto una misión por
demás trascendental para la humanidad. En su caso, Octavio hasta aseguraba que
alguien le trasmitía bellos pensamientos, expresados mediante sentidas
oraciones, nunca escuchadas por oídos humanos.
En eso, estallaron los vidrios de una ventana de
la sala y Pupa perdió el sentido sobre el sofá, sumergida en trance. Flotando
en una noche iluminada por la luz nacarada del manto de Isis, vio a la serpiente
de fuego que había visto Octavio ondulando en el lejano horizonte, misma
que se transformó en un hombre en llamas que al rato se plantaba frente a ella.
—Buena noche, jóvenes amigos —dijo una voz a
través de Pupa—. Perdonen la intromisión, y digo perdonen la intromisión
porque dentro del Orden Cósmico esto está totalmente prohibido: ningún guía,
hermano espiritual o como se llame puede penetrar a ningún plano despojando de
su conciencia individual a otro ser inteligente. Se ha hecho una excepción
conmigo y he obtenido permiso para hablar con todos ustedes, porque es
necesario.
Los jóvenes se acercaron al sofá donde estaba Pupa
y enseguida aquella voz continuó hablando:
—Aquellos que puedan visualizarme verán que estoy
desnudo, así que permítanme que me presente como el Encuerado, aunque
suene chusco y este no sea mi verdadero nombre, pero por razones de seguridad
no voy a decirles cómo me llamo. En días pasados, me le aparecí a uno de
ustedes para informarle de algo muy grave que estaba sucediendo. Veo que las
cosas se solventaron de la mejor manera. Hoy por hoy, hagan de cuenta que están
en medio de un fuego cruzado.
—¿Por qué? —Silvia preguntó.
—En lo que se conoce como mundo espiritual, se
está librando desde hace mucho tiempo una verdadera guerra cósmica entre reinos
muy poderosos, cuyos seres son capaces de desplazarse en diversos planos
cósmicos; entre estos me incluyo yo. Somos gente que podemos observar en un
solo instante todo lo que ocurre en su mundo. Somos seres que venimos de la Cuarta Dimensión.
Yo, por ejemplo, para no ser percibido por mis enemigos ―y, por lo visto,
también los suyos―, he creado en torno a ustedes un campo magnético; esto lo
hice desde hace tiempo, a través de una moneda de cobre que uno de los nuestros
puso en su camino, la cual me permite obstaculizar toda visión y toda audición
que ellos quisiesen interceptar alrededor de ustedes. Esta es solo una de las
razones de porqué ellos quieren quitársela, Stan. No dé esa moneda a nadie, así
diga que es Dios el que la requiere, y menos bajo estas circunstancias, porque
entonces estamos perdidos… En lo que respecta a las claves que ellos exigen les
deben devolver, son una serie de códigos que sustrajeron de los Registros
Akáshicos y que, de descifrarlos, les servirían para tomar por asalto una
de las centrales rectoras del Orden Cósmico.
—Pero ¿qué tenemos que ver nosotros en todo este
enredo? —Octavio inquirió.
—Que hayan sido involucrados en esto no es un
hecho incidental. Todo tiene una razón de ser. Ellos a ustedes los llaman simbrióticos,
aludiendo a una nueva mutación que se está operando en este mundo: se trata de
una verdadera revolución psicológica, porque un simbriótico es, entre
los humanos, aquel que ha logrado combinar y coordinar conscientemente los
estados de vigilia y de supervigilia, logrando, en su caso, no solo descubrir a
sus captores, sino que han empezado a combatirlos, alcanzando con esto un plano
de conciencia superior respecto del común denominador de las personas.
Guardó silencio un instante y prosiguió,
diciendo:
—Ellos temen ser desenmascarados y que ustedes
les tumben su teatrito, aniquilándolos. Por eso es prioritario para ellos
recuperar las claves y desaparecerlos del mapa, porque ellos necesitan de la
fuerza nuclear de la Tierra
y la de la humanidad para sobrevivir en este mundo relativo donde se han
refugiado. Entre otras sustancias existentes en este planeta, muy especialmente
estos seres se alimentan de la longitud de onda energética que ustedes expiden
cuando son sujetos de sobreexcitación o están inmersos en un dolor intenso…
Esta es solo una de las razones fundamentales por las que han mantenido en
cautiverio a la humanidad, reciclando a la estirpe humana a través de una
cadena interminable de reencarnaciones. En buena medida, ustedes vienen siendo
los abuelos de sí mismos, pero también esclavos de estos seres.
—Entonces estamos bien cocinados —Stan reclamó.
—Así es. Ellos fueron en realidad los que
bautizaron a Mireya con el sobrenombre de Pupa, un término que en
español se vincula a la voz infantil que señala el causar dolor, pero que
también se identifica con ese período de inmovilidad por el que transita una
larva de mariposa hasta lograr la forma adulta. Ustedes son reconocidos entre
ellos no como seres humanos, sino como pupas, es decir, como larvas
humanas, porque siempre mantendrán sus almas inmersas en ese estado ilusorio en
el que viven, persiguiendo quimeras, impidiendo que sus espíritus alcancen la
forma adulta, que evolucionen y se reintegren a una Comunidad Cósmica con la
que están desconectados.
Sentados a los pies de Pupa, sus
compañeros, absortos, escuchaban a través de la chica la voz pausada del Encuerado,
que repuso:
—No se dejen engañar por lo que ven, pues ellos,
utilizando la fuerza de sus propias mentes, manipulan multiplicidad de imágenes
que usualmente están asociadas con personajes relevantes dentro del mundo
espiritual… Tengan mucho cuidado, pues tienen planeado matarlos violentamente.
Manténganse unidos, no se separen, porque van a intentar dividirlos, sacando
uno a uno de la ciudad con la intención de ejecutarlos en algún paraje
despoblado. No tienen por qué confiar en mí —el Encuerado dijo—, pero tampoco tienen otra alternativa.
—Bueno, señor, ¿y cuál es entonces su cometido? —Silvia
inquirió con firmeza.
—Sorteando grandes peligros, he logrado
introducirme a esta fortaleza casi inexpugnable que es la Tierra, gracias a un
aliado nuestro muy importante… Se trata del niño Saturnino, a través de quien
les hice llegar el boleen. No se desprendan de esa daga mágica, les
servirá. Vine a este planeta con la misión de destruir a Talai, un
gigantón que poseía la facultad de materializarse o desmaterializarse a
voluntad, hasta que quedó atrapado en la materia.
—¿Y quién es Talai?—Octavio preguntó.
—Dentro del Orden Cósmico, Talai es un
importante prófugo de la justicia cósmica, que en el siglo diez, en una de sus
frecuentes materializaciones, sufre una traición por parte de su gente,
entronizada en este mundo, quedando reducido al fin a una gran cabeza parlante.
Aún así, Talai logra imponerse a sus vasallos, gracias a uno de sus más
grandes y fieles secuaces, Gerbert d’Aurillac, arzobispo de Rávena, quien en
ese entonces fungía como custodio de tan abominable reliquia. Años más tarde,
d’Aurillac logra ascender al papado con el nombre de Silvestre II, y cuando
arrepentido exige en su lecho de muerte que destruyan la cabeza parlante, sus
lacayos la empotran en una pirámide y, a hurtadillas, la esconden para que
sobreviva. Esta cabeza existe en la actualidad y permanece oculta en una
fortaleza subterránea de Nuevo México, que, en su interior, asemeja una iglesia
de estilo románico. Uno de ustedes conoce ese episodio a través de sus sueños.
Luego de toda esta relación de eventos y personajes,
el Encuerado se aprestó a aleccionar a los jóvenes con los últimos
detalles y, llamando a Pupa por su nombre, dijo:
—Voy a desactivar unos implantes que ellos
introdujeron hace tiempo en el cerebro de Mireya, con la intención de
monitorear sus actividades; pronto vendrán a verificar el supuesto desperfecto.
Así que tengan mucho cuidado. No se confundan. Tal vez más adelante traten de
suplantarme. Por mi parte, les aseguro que jamás volveré a conversar a través
de ella con ninguno de los aquí presentes. Yo estaré ayudándolos. Basta con que
se concentren en la frase serpiente de fuego para que sientan mi
presencia… ¡Una fuerza muy poderosa se acerca!—el Encuerado notó—. No me
voy. Ando por aquí. Trataré de protegerlos hasta lo último de mis fuerzas.
Al retirarse el Encuerado, el cuerpo de Pupa
se estremeció levemente y siguió inconsciente, recargada en el respaldo del
sillón de la sala de su casa.
Con una Pupa en trance, primero la pared
de la puerta de la calle fue cubierta de suave bruma que unos minutos después
se descorrió cual cortina de teatro para aparecer frente a ellos un bello campo,
seguido de una música de corte celestial.
En cántico cayó la escala musical del pentagrama.
Un aroma de rosas inundó la atmósfera y un coro invisible, como de ángeles,
invadió el ambiente con su canto: «Te veía, treinta y seis veces te veía por el
mundo correr… Te veía, treinta y seis veces te veía por el mundo correr…». Esa
fue la primera vez que Stan de manera consciente captó señales procedentes de
otro plano. Silvia, al escuchar aquel coro como celestial, emocionada, musitó:
—¡Qué belleza, Dios mío!
Octavio cerró los ojos y vio una silueta que
venía a lo lejos y que al acercarse, a muy corta distancia, descubrió que tan
solo era un rostro de hombre, de cuya cabellera blanca y ondulante, como
broches negros, pendían las almas.
Las voces del coro subieron de tono: «Te veía,
treinta y seis veces te veía por el mundo correr… Eras manto que cubría el
campo con su sentido, con su sonido… Te veía, treinta y seis veces te veía por
el mundo correr, y en tu luz tronaba la energía, y de ahí me perdía en la bruma
sepia de tus ojos borrados…Te veía, treinta y seis veces, treinta y seis veces
te veía por el mundo correr». Luego, el cántico iba decreciendo: «¡Te veííía,
te veííía!¡Te veííía!».
Allí, suspendido en el aire, permaneció aquel
rostro tan etéreo como el dibujo del rostro de Gibran. Pupa se
estremeció y, paulatinamente, empezó a levitar, manteniéndose así hasta que de
su boca emergió una voz endeble que dijo:
—Hijos míos, los más pequeños e indefensos.
Acérquense a ella y escuchad, porque yo no puedo penetrar tan directamente a su
cuerpo como sus hermanos Saturnino y Rassma. De hacerlo, mi energía
haría estallar su cuerpo… Sé de las enormes pruebas que han pasado en mi
nombre. Mi mayor regalo será compartir con cada uno de ustedes, mis hijos, una
pequeña ceremonia en la campiña. Quien quiera verme a solas, me verá. Y quien
quiera hacerse oír, escucharé sus pesares. Su hermano Rassma vendrá
enseguida a dar aviso dónde será el feliz reencuentro. Pax profunda.
El ser divino desapareció, así como la visión del
campo floreado, al momento que Pupa iba descendiendo, suavemente, hasta
volver a quedar sentada en el sofá de la sala. El aroma sutil de rosas siguió
flotando en el ambiente. Por último, Rassma se manifestó a través de Pupa:
—¡Bienaventurado sea el inconmensurable amor de
Dios, Nuestro Señor! —y, evocando el pensamiento de Escrivá, dijo—: Así como el
clamor del océano se compone del ruido de cada una de las olas, así la santidad
de vuestro apostolado se compone de las virtudes personales de cada uno de
vosotros.
Seguidamente, Rassma citó a Pupa en
el Valle del Silencio para el sábado siguiente. Le recomendó ir sola,
sugiriéndole llevar la moneda de veinte centavos en poder de Stan; además,
traer consigo fresas, vino blanco, pan negro y una vela roja, así como esencia
de clavo para una ceremonia que celebraría.
Allí, Rassma
introdujo un nuevo personaje: era el doctor Absalón, quien dijo venir
a revisar a Pupa para evitar posibles complicaciones en su organismo, ya
que la energía del Padre era tan poderosa que aun el mero reflejo de su fuerza
dejaba secuelas en la persona, que se manifestaban a través de cefaleas
intensas, pérdida del equilibrio y erupciones en la piel.
Durante la auscultación, Stan sintió que le
jalaban el ombligo por dentro; Octavio experimentó pequeñas descargas
eléctricas en el ano; Silvia aseguró después no haber sentido nada. Ya
reinstalados los implantes, los dos hombres se despidieron de los jóvenes con
un saludo fraternal.
Por intuición, Stan recordó al hombre que había
visto en el laboratorio macabro cuando bajaba por el túnel, yendo en la
vagoneta, e interrogó a Octavio:
—¿Viste cómo era físicamente el doctor Absalón?
—Sí, alcancé a verlo. Era un tipo de barba con
gafas redondas, de esas de carey.
—¿Acaso vestía un levitón?
—En efecto.
—Estoy casi seguro —Stan dijo—, por las
características que me das de ese individuo, que es el mismo hombre que vi en
sueños dentro de aquel laboratorio subterráneo.
La decisión final de los jóvenes fue no separarse
e ir al Valle del Silencio ese sábado y enfrentar juntos lo que el destino les
deparase ese día.
VIII
A la mañana siguiente, Stan habló por teléfono
con su madre, recibiendo la infausta noticia de que su hermano Don había sido
herido de muerte durante una batida en la comarca de Hue, en Vietnam, y que, de salvarse, quedaría cuadripléjico.
—Ven, por favor, hijo—rogó la madre—. Ya compré
tu boleto de avión; pasa a Mexicana a recogerlo. ¡Urge tu presencia en Garden
Grove! De aquí partimos hacia Saigón.
—No puedo, mamá —Stan repuso, lacónico.
Thelma no podía dar crédito a sus oídos: el único
hijo con el que creía contar en todo momento negaba presentarse a tan urgente
requerimiento.
Stan le platicó a Pupa de lo acontecido
con su hermano y sobre el llamado de su madre.
—Stan, no es posible que unos espantos nos tengan
de rodillas —reprobó la muchacha—. Ve a tu casa y ayuda a tu madre a encarar
este problema porque está sola. ¿Quién mejor que tú para estar con ella en esta
situación tan doloroso para la familia?
Las palabras de Pupa eran ciertas. Tras el
divorcio de los padres de Stan, aquella familia escindida se había reunido más
que en dos ocasiones, una en California
y la última cuando Thelma y sus hijos menores visitaron Texas, con el fin de
que estos vieran a Frank y Jean, sus hermanos mayores; ocasión en que el padre,
con el fin de descalificar a su ex mujer
y de paso a sus vástagos que no permanecían a su lado, inopinadamente sacó a
colación la vida disipada de los californianos, dando pie al resurgimiento de
viejos e insolubles conflictos familiares.
—Si me marcho de aquí, Pupa—Stan dijo—, no
solo corro el riesgo de perder a mi hermano y a mi madre para siempre…,sino a
ti también. Y eso es lo que menos quiero. Estos seres que inexplicablemente han
aparecido en nuestras vidas, en verdad, no creo que estén jugando. Presiento
que, si nos agarran solos, nos van a matar. Hoy más que nunca te confieso que
no creo que lo de mi hermano sea pura casualidad… Lo siento mucho, pero mi
hermano y mi madre tendrán que esperar, porque si el fin era separarnos a raíz
de lo que está pasando con mi hermano Don, te juro que no va a ser posible. Lo
hecho, hecho está, no podemos remediar nada, mientras que lo que se cierne
sobre nosotros es todavía una amenaza…, una amenaza susceptible de
modificación. Entonces, tenemos algo de esperanza, ¿no crees…? Hay que luchar, Pupa.
No queda de otra.
El viernes temprano,
Octavio, con todo y riesgo, se fue a explorar a los alrededores del Valle del
Silencio. Al fin, se introdujo por un angosto camino y llegó a un claro del
bosque, eligiendo ese lugar como el sitio propicio para acampar al día
siguiente.
Por la tarde, cuando regresó a casa de Pupa,
solo estaba Stan, organizando los utensilios y víveres que llevarían para
acampar esa madrugada en el sitio indicado. Se trataba de una tienda de
campaña, cuatro bolsas de dormir, un botiquín médico hasta con un tanquecito de
oxígeno, lámparas, luces de bengala, un cuchillo de cacería, un abrelatas,
fósforos, una estufita de gas, botellas de agua, papel higiénico, bolsas
grandes de papel, comestibles enlatados, fruta y lo demás que Rassma
había pedido para la ceremonia.
«¡Pinches gringos exagerados! ¡Están relocos!»,
malamente pensó Octavio al ver a Stan haciendo los preparativos para el viaje.
Cuando preguntó por las jóvenes, Stan le informó que habían ido a llevar a
Lupita y a los niños a casa de la hermana de Pupa para que pasasen el
fin de semana allí.
Al regreso, Pupa y Silvia llegaron muy
asustadas, porque unos tipos rubios habían forcejeado con ellas en el
estacionamiento de un centro comercial, tratando de introducirlas a la fuerza a
un automóvil.
—De no ser por Saturnino, que de repente
apareció, quién sabe cómo nos hubiera ido… —Pupa dijo.
Ambas mostraban quemaduras en los brazos,
inexplicablemente producidas por el contacto con aquellos individuos durante el
jaloneo.
IX
Marcaban las tres y media de la mañana en el
reloj pegado con un imán al tablero del Volks de Silvia cuando iniciaron
lentamente el ascenso a las montañas, camino a Toluca. Al poco tiempo, tomaban
la desviación rumbo a Chalma.
—¡Ojalá y no nos lleven al
baile! —Octavio dijo con humor ácido cuando vio el señalamiento carretero que
anunciaba el camino rumbo al pueblo de Chalma, a cuyas celebraciones religiosas
la gente acude en busca de milagros, bailando.
Octavio Aguirre había propiciado aquel chiste,
que no produjo gracia alguna, con el fin de inspirar confianza a sus compañeros
y de reflejar una seguridad de la que sentía carecer casi por completo. Como si
fuese camino a cadalso, Octavio recorría mentalmente pasajes significativos de
su vida, acordándose de su hermano Braulio, cuando de pequeños, en el mes de
mayo, iban a la iglesia a entregar flores a la Virgen; de las personalidades de
su madre y de su padre, tan disímbolas; de Miguel Ángel y su gran sensibilidad;
de las Mireles siempre guapísimas, al tiempo que repetía entre dientes:
—¡Tengo
que sobrevivir!
Al poco tiempo, tomaron por el caminito vecinal
que los llevó hasta el claro del bosque antes descubierto por Octavio. Subieron
el vehículo por la ladera de un cerro, dieron vuelta y lo estacionaron trompa
cuesta abajo, iluminando con los fanales el sitio donde acamparían sobre la
planicie. Bajaron los utensilios que traían consigo y se dispusieron a armar la
tienda de campaña y a acomodar las demás cosas en el pasto. Al cabo de unos
minutos, cuando erguían el andamiaje de la tienda, tensando las cuerdas en las
alcayatas clavadas al suelo, el coche de Silvia, intempestivamente, se vino
cuesta abajo en dirección a ellos.
—¡Cuidado, Octavio! —Silvia gritó a su esposo,
que, de espaldas, instintivamente se hacía a un lado para que el automóvil
pasase justo rozándole y fuera a parar a mitad del llano.
Pupa, que estaba contigua a un Octavio que yacía
sobre el pasto, presurosa acudió en su auxilio, al tiempo que el joven
reaccionaba con rapidez, sentándose en el suelo y diciendo:
—Estoy bien, estoy bien.
Luego de eso, Silvia y Stan fueron en pos del
coche. En el ínter, la chica escuchó una voz de mujer que le decía al oído:
—¡Puta incestuosa, ahorita me las pagas!
Revisaron detenidamente el interior del auto y
notaron que el freno de mano y la reversa del cambio habían sido destrabados.
Echaron a andar el coche, girando la direccional hacia el punto donde habían
quedado Octavio y Pupa.
¡Oh, Sorpresa…! Pupa estaba desnuda,
empotrada sobre el pecho de Octavio, y, poniéndole un cuchillo de monte en la
yugular, le decía con voz aguardentosa:
—¡Vas a ver, cabrón! Te voy a coger como me cogí
a tu hermano la noche anterior a su asesinato.
Telda se había apoderado de Pupa. Silvia y
Stan se quedaron fríos, mirándose. Respecto de este tipo de mañitas de Telda o
Cuitlapanton, en el libro de León y Gama existe un comentario de Torquemada
sobre la famosa enanita. «Parece que esta misma diosa era la que se
transformaba de día en una mujer moza y hermosa, que andaba en los mercados
provocando a los hombres y después que estaban con ella los mataba», refiere la
explicación. Siendo así, era comprensible el porqué de la muerte del hermano de
Octavio Aguirre.
—¡Esto sí no lo perdono! —Silvia amenazó.
Desabrochándole los pantalones a Octavio, la
enana ya le acariciaba la verga, poniendo el clítoris suave y jugoso de Pupa
en la punta de su bálano.
—¡Yo te mato, hija de la chingada! —Silvia
explotó, histérica, en tanto el norteamericano, mucho más consciente, la
detenía de un brazo, llevándosela mano al abdomen y, agarrando con furia el boleen,
lo lanzó hacia el sitio donde se encontraba Pupa.
El arma iba a una velocidad increíble, pero
llevada por un instinto sobrenatural, la enana volteó exclusivamente para
atrapar a tiempo el boleen en el aire.
—¡Qué idiota eres! —Telda exclamó desde el cuerpo
de Pupa—. A poco crees que a mí me vas a asustar con esta chingaderita…
¡Ahora me coges, cabrón! —Telda ordenó a Octavio, que había alcanzado ya una
perfecta erección. Y sin más, la mujer se dejó caer con todo el peso de Pupa
sobre aquello.
—¡Encuerado,
nos has traicionado, maldito! —Silvia gritó, llorando desconsolada.
Desmayada de rabia, la chica cayó en los brazos
de Stan, al momento que una fuerza invisible levantó a Pupa en vilo,
arrastrándola como quince pasos, para dejarla tirada sobre el pasto,
inconsciente.
Con una lanceta de oro en la mano, Silvia se vio
corriendo por la espesura de la selva, persiguiendo a una Telda que iba,
desaforada, corriendo hacia una pirámide como de seis metros de altura, hecha
de jade, ónix, plata y oro. Subió deprisa los escalones hasta la cúspide y, ya
allí, se introdujo en un relicario grande, de fina madera.
A punto de poner Silvia un pie en el primer
escalón, el Encuerado la atajó de frente, advirtiéndole, con suave
firmeza:
—Por favor, cálmate. Si
pisas por error los escalones nones, tu cuerpo etéreo se desintegrará de inmediato y
para siempre. Ven conmigo y déjame explicarte, que yo no he traicionado a
nadie.
Monte adentro, el Encuerado indicó que
había llegado la oportunidad de deshacerse de la enana. Le quitó a Silvia la
lanceta de oro y le dio, a cambio, un pequeño tridente de plata acompañado de
un cesto navajo, advirtiéndole a la chica que ella era la única que podía subir
al basamento con la finalidad de aniquilar para siempre a Siete Culebras—llamando
así a Telda—, pero antes debía de saber cómo hacerlo.
—¡Claro, claro! —la chica dijo, con excitación.
—Nadie de este mundo, sino solo una mujer como
tú, Silvia, puede acabar con Siete Culebras. Y te hablo de Siete Culebras porque, en realidad, se
trata de siete enanas y no de una, que se transforman en serpientes en cuanto
llegan a su refugio dentro de ese relicario que viste arriba de la pirámide…
Para poder ambos ascender y descender de su escondrijo, tú, como mujer, solo puedes
pisar los escalones pares; y yo, como hombre, tengo que subir y bajar por los
nones… No te asustes cuando las veas allí adentro. No te atacarán, pues
permanecen en estado de hibernación… Cuando las tengas frente a ti, con el
tridente que te acabo de dar vas a clavar una a una sus cabezas para echarlas
en este cesto. Ya que lo hayas hecho, de la misma manera que subimos bajaremos
los escalones: tú pisando los pares y yo los nones… Cuando estemos abajo,
pondré en tus manos una sustancia que arrojarás sobre ellas dentro del cesto y
luego les prenderás fuego. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí —Silvia dijo, escuetamente.
—Si a la hora de la hora te retractas, estamos
perdidos —el Encuerado advirtió.
Silvia ascendió los escalones, pensando que el
cesto era pequeño como para meter a las
siete serpientes que antes el Encuerado
había aludido. Cuando el Encuerado abrió la puerta del relicario,
aparecieron siete diminutas serpientes de coralillo, hechas nudo unas con
otras: dormían allí el sueño mortífero de las siete malas propiedades del
mundo.
Un estremecimiento invadió el cuerpo de Silvia,
que con ojos de angustia miró al Encuerado. Él se concretó a mirarla,
moviendo la cabeza afirmativamente, animándola a no amedrentarse.
La joven se reanimó y, con increíble precisión y
parsimonia, fue clavando una a una las cabezas de las siete serpientes para
luego meterlas al cesto. Enseguida, bajaron con tiento los escalones, según el
orden previsto.
Una vez abajo, Silvia vació el líquido dentro del
cesto y le metió lumbre con un ocote encendido que hubo recibido de manos del Encuerado.
Al empezar a arder el cesto con las siete serpientes, desde su interior se
escucharon gritos desgarradores. Al mismo tiempo, la pirámide empezó a
derretirse como si fuera de parafina. Cuando un fuego avasallador envolvía la
edificación por entero, de lo más recóndito del relicario surgieron siete
mujercillas envueltas en llamas, que balbuceaban, gimientes, lo inaudito.
Siete fueron los latigazos que laceraron el
rostro de Talai, marcando su bella faz:
—¡Ay, mis hijas! Han asesinado a mis niñas —brotó
un aullido destemplado y lastimero de su garganta.
Al acto, vomitó nueve purulentos arcontes
—sus ministros—, cuyos cuerpos amarillo-verdoso rodaron ardiendo por los
escalones de un basamento piramidal contiguo, donde, en la cúspide, estaba
empotrada la cabeza parlante del titán.
Mientras tanto, en el sitio donde los chicos
habían acampado, Stan, preocupado, le colocaba a Pupa la mascarilla de
oxígeno en la boca. Octavio, instintivamente, con las manos trataba de pasarle
energía a Silvia, poniéndolas sobre su cabeza inerme, en lo que le explicaba a
su amigo que veía flotar el cuerpo etéreo de Pupa encima de su cuerpo
físico; sin embargo, no
divisaba a su mujer venir.
—No sé por qué Pupa no baja. Su cuerpo
astral está flotando arriba de ella… A quien sí no diviso por ningún lado es a
mi mujer—Octavio explicaba a Stan, con angustia.
Al fin llegó Silvia, acompañada del Encuerado,
que ayudó a Pupa a salir de su letargo espiritual. Estando aún ambas
fuera de su cuerpo material, les explicó el nuevo plan a seguir. Octavio sirvió
de intérprete a Stan, repitiendo en voz alta lo que el Encuerado dijo:
—Debemos de evitar a toda costa que el enemigo se
apodere del cerebro de Pupa. Para eso, vamos a utilizar el imán que
sostiene el reloj en el tablero del coche, uniéndolo a la moneda de cobre que
tiene Stan, y luego vamos a poner ambas cosas en una venda para amarrarla en la
nuca de Pupa. Con esto
es más que suficiente.
El Encuerado también informó que los
implantes que Absalón les había reinstalado ya estaban desactivados, y le explicó
a Stan que cuando sus compañeros reflejasen síntomas de debilitamiento extremo
él tendría la facultad de fungir como dinamo del grupo. Bastaba con oprimir sus
pulgares sobre las palmas de las manos de sus amigos para que estos recuperaran
fuerzas de inmediato, así anduvieran tribulando lejos dentro del astral.
Silvia volvió en sí y, conforme lo acordado con
el Encuerado, se dirigió a un sitio cercano a recoger un par de plumas
de ave, que, unidas a su ombligo, le permitirían a su cuerpo etéreo abandonar
su materia en el momento en que la situación lo requiriese. El plan básico
radicaba en no permitir que el enemigo tomase la mente de Pupa, con el
fin de evitar que se apoderasen de su cuerpo y la usasen como rehén y vehículo
para recuperar las claves que presuntamente poseía Stan.
―Lo cierto es que las claves permanecen ocultas
dentro de la moneda de cobre―el Encuerado finalmente reveló el secreto.
Para concluir, el Encuerado le pidió a
Octavio que escarbara justo donde tenía su pie izquierdo. Al poco de escarbar,
encontró un pequeño caduceo hecho de un material tan fuerte como el
titanio y les dijo que dicho objeto mágico era un arma mucho más poderosa que
el boleen, recomendando a Octavio que lo mantuviese dentro de la boca
mientras sus compañeras se desplazasen dentro del plano astral; con esta acción
―le explicó al chico― podía monitorear a Pupa y a Silvia al momento de
desplazarse dentro de dicho plano espiritual, y que, en situaciones de
inminente peligro, ese caduceo tenía la facultad de transportarse
automáticamente de un plano a otro, permitiendo a las jóvenes defenderse con un
arma cien por ciento mortífera, cuyo funcionamiento era igual al del boleen,
ya que, luego de aniquilar al enemigo, volvía a manos de su lanzador.
De la espesura del bosque salió un hombre negro
de un costado y blanco del otro, al que Pupa
y Silvia le salieron al paso dentro del mundo astral. Octavio le hizo un
ademán a Stan, avisando de la presencia del entremetido. Aquel ser extraño se
dirigió al par de mujeres, diciendo:
—No me maten. Soy Santu Matu y vengo en
nombre de Lashka y Larkia hacer las paces con ustedes. En verdad,
lo único que nosotros queremos es trasmitirles conocimiento y protegerlos de
sus enemigos. Como prueba de buena fe, las invito a que me acompañen a un sitio
donde se encuentran unas alimañas que le hicieron mucho daño a usted, Pupa.
Ha llegado la hora de que le rindan cuentas. Por favor, acompáñenme, hermanas —sugirió,
convincente, el hombre mitad negro, mitad blanco.
Una fuerza irrefrenable adormeció la voluntad de
los cuatro jóvenes, forzando a Pupa y a Silvia a seguir al tipo, que
iniciaba el retorno seguido de las dos chicas yendo tras él como mascotas tras
su amo. Ante aquella acción, los entumecidos cerebros de Octavio y Stan no
alcanzaron a reaccionar en lo más mínimo para impedir tal cosa.
Pupa y Santu Matu se materializaron en el
interior de un departamento de un tétrico edificio del De Efe, ubicado en la
esquina de Río Tíber y Grijalva, mientras Silvia aguardaba por ellos, flotando
en lo etéreo.
—Aquí la tienes, es tuya —el hombre dijo a Pupa.
Era la Potranca, sentada en una silla de ruedas.
—¿Qué, no me reconoce, señora? —Pupa
espetó, encorajinada.
—¿Quién anda ahí? ¿Cómo entró? ¿Qué quiere de
esta pobre ciega?
—¡Que me diga dónde está Reynaldo Rentería!
—¡Pues bien muerto! —chilló la mujer,
agregando—:¡Jaibo, Jaibo, alguien se metió a la casa!
—¿Es usted?—asombrado inquirió el Jaibo al
ver a Pupa, después de haber salido de la habitación contigua, pistola
en mano.
Santu Matu, el extraño ser, sin más
asió de la garganta al Jaibo, doblegando su cuerpo poco a poco hasta que
cayó inerme, asfixiado, con el rostro horrorizado y la lengua de fuera,
muriendo como mueren los patibularios y hechiceros.
No fueron suficientes los gritos de ¡basta! por
parte de Pupa para evitar que el hombre lanzase a la mujer al suelo,
pateándola hasta que, de súbito, apareció Saturnino, jalando de una mano a Pupa,
al tiempo que la desmaterializaba.
—¡Vámonos pronto de aquí, tontolina! —el niño
ordenó.
Más tardaron en salir de allí que en producirse
tremenda explosión dentro del departamento, volando por los cielos Santu Matu
y los cadáveres de la Potranca
y el Jaibo, junto con
muebles, puertas y ventanas.
Con el fin de matar varios pájaros de un tiro, Santu
Matu había propiciado la peligrosísima acción de desmaterializar el cuerpo
de Pupa del sitio donde se encontraba con los chicos en el Valle del
Silencio para volver a materializarla en aquel antro de la ciudad capital. En
el Valle, habiendo sido devuelto el cuerpo de la joven al lugar donde se
encontraba, Pupa había regresado convulsionándose. Un frío de muerte circundaba
el ambiente. Los pulgares de Stan se marcaron fuertes en las palmas de las
manos de su amada, en tanto le decía con desesperación a Octavio que le pusiera
la máscara de oxígeno y observara su respiración.
Poco a poco, la chica fue recobrando el semblante
y el pulso se normalizó, aunque seguía en trance junto con Silvia, que lucía
tranquila, como durmiendo.
En tanto, en el mundo astral, Saturnino regañaba
a Pupa por haberse dejado engañar por la gente de Lashka y Larki.
—Nomás falta, Pupa, que venga alguno de esos y te meta en la cabeza que Diosito es
el demonio, y tú te creas semejante cosa —reprendía el chiquillo.
Silvia, Pupa y el niño caminaban por en
medio de la misma rúa de bustos herrumbrosos que Stan hubo visitado en sueños.
Alegando, llegaron a la desembocadura de la avenida hasta topar con el caserón
de dos pisos para subir por la escalera recargada en la buhardilla e ingresar
por el estrecho pasillo que daba al túnel.
—Hay que esperar al Paje. Él nos llevará hasta
donde se encuentra Papá Dios. Quiere hablar contigo, Pupa— el gracioso
chiquitín anunció.
Pupa sintió el caduceo en su mano.
Finalmente, el chino del salacot llegó en la
vagoneta y partieron hacia las entrañas de la Tierra. Al rato,
entraron a la curva pronunciada
hasta tener ante sus ojos el tétrico laboratorio y observar al hombre de las
gafas de carey salir apresurado de allí.
—Oye, Saturnino, ¿conoces a ese hombre que va
allí, saliendo? —Pupa preguntó al niño.
—¡Híjole, Pupa,
qué preguntona eres! —dijo el niño—. Él es el doctor Absalón, un científico
benefactor de la humanidad. ¿Satisfecha?
Llegando al interior de la nave rectangular de la
iglesia de estilo románico, Saturnino volteó hacia el chino, que medio cubría
su rostro con el salacot.
—En esta ocasión, tú nos vas acompañar, Paje,
así que no te vayas—el niño ordenó, tomando al hombre de la mano para espetar a
voz en cuello—: ¡Conque aliados!, ¿no? —y le asestó en el estómago una y otra
puñalada con el boleen que Stan había perdido en su batida con Telda.
El hombre cayó como fardo, botando el salacot de
su cabeza: era el Encuerado, que antes de fenecer alcanzó a gritar
desesperadamente a Pupa—:
—¡Dispara! ¡Arrójale el caduceo!
Al mismo tiempo, en el Valle del Silencio, Stan y
Octavio contemplaban, azorados, cómo se materializaban frente a sus ojos Rassma, Lashka, Larki, Gauli, Yorart, Yara
y el doctor Absalón. Estaban allí parados, como a setenta metros, emprendiendo
la marcha hacia los jóvenes, que empezaron a temblar de miedo.
—¿No que entre ellos eran enemigos? —Octavio
tartamudeó.
Como a treinta pasos, los hombres pararon su
marcha y Rassma se dirigió a Stan, ordenando:
—¡Dame la moneda de cobre!
—¡Primero tendrás que matarme! —Stan dijo con
tono firme, y procedió a quitar la venda de la cabeza de Pupa,
recuperando la moneda de cobre.
En eso, Rassma le lanzó a Stan una especie
de balín de acero. Octavio, rápido, se abalanzó sobre su amigo para cubrirlo,
recibiéndolo el golpe en el pecho.
En el acto, Octavio y Silvia empezaron a arder en
llamas que brotaban del interior de sus cuerpos, quemándose vivos cual teas
humanas.
—¡Silvia! —alcanzó a gritar Octavio,
desgarradoramente, mientras sus cuerpos eran abrasados por el fuego.
Stan se arrojó sobre ellos, cubriéndolos con las
bolsas de dormir. Fue imposible para él sofocar aquellas llamaradas que surgían
de lo más profundo de las entrañas de sus amigos, consumiéndolos la lumbre por
completo. Era aterrador ver a Silvia y a Octavio arder como bonzos, sin poder
hacer absolutamente nada por ninguno de los dos.
—Mundo de mano fina que al tocarme es lija y
arde, ¡te dejo!, que ya desgarraste lo último: mis sentimientos. Te regreso tu
coraje, que poco pudo contra el miedo de vivir en este mundo —Stan escuchó con
los oídos de su corazón la voz de Octavio.
Paralelamente, Pupa veía a Silvia gritar
«¡Octavio!», al tiempo que su yo etéreo se desintegraba, ardiendo en llamas, y
sin el menor miramiento, lanzó el caduceo
sobre el niño. Al dar en el blanco, Saturnino exhaló un chillido bestial,
transformándose en un hombrecillo como de uno treinta de estatura, piel
grisácea y una enorme cabeza pelada, con ojos negros grandes y redondos, que, a
medida que caminaba hacia donde yacía la gran cabeza empotrada en la pirámide
dentro de la iglesia, se iba derritiendo como mantequilla al fuego, quejándose:
—Padre Talai, mira lo que han hecho los simbrióticos
contigo. Han aniquilado el gran paradigma de la humanidad, al Dios único y
verdadero. Ya nada será igual en este mundo sin ti.
Talai, la albina cabeza parlante, musitaba inaudibles
palabras, moviendo la boca. Desde entonces permanece así, pudriéndose en su
actual guarida de Nuevo México, inservible y desconchinflada para siempre.
En el interior del basamento donde estaba
empotrada la cabeza gigante había a un costado una portezuela pintada con
figuras rupestres por donde salieron más y más enanos grisáceos que se
diferenciaban entre ellos porque unos tenían ojos redondos y los demás,
rasgados.
Los primeros son conocidos
como rigelianos, ya que proceden del sistema planetario de Rigel;
los segundos se reconocen como reticulianos, por
ser de un planeta que gira en torno a la gran estrella Zeta Retículi. A
medida que aquellos hombrecillos bajaban de la pirámide iban derritiéndose hasta
fundirse en el suelo, manchándolo como con aceite quemado.
Antes de reingresar a su cuerpo, a unos pasos de
Stan, desde el astral, Pupa contempló la manera en que se derretían
físicamente los reticulianos que un día se hiciesen llamar Rassma,
Lashka, Larki, Gauli,
Yorart, Yara y Absalón.
Cuando volvió en sí, Pupa se fundió en los
brazos de Stan, que lloraba como niño.
—¡Pupa, mataron a Octavio y a Silvia! ¡Los
redujeron a cenizas! —decía, señalando hacia la pila de cenizas que empezaba a
llevarse la ventisca.
Sobre el pasto, permanecieron abrazados en
silencio largo rato… El Sol empezó a bambolearse y una capa azulosa cubrió los
haces de luz, en tanto un repiqueteo de campanillas se dejó escuchar a lo lejos
para dar paso a una dulce voz, de mujer, que invadió el ambiente con su canto:
—Espíritu Santo, que iluminas nuestro ser y
escuchas nuestro pensamiento de amor en el éxtasis de tu infinita ternura,
nosotros, tus hijos, que por ti existimos, suplicamos bendigas el camino de
nuestro divino destino para alcanzar la libertad.
Era Tonantzin, señora de nuestra carne y nuestro
espíritu, dentro de un triángulo de luz, parada ahí frente a ellos.
SEP-INDAUTOR
REGISTRO
PÚBLICO: 55732
CONTROL:55695/1995/2
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